El Ágora
En economía es posible hacer
cualquier cosa, lo que
es imposible es evitar las consecuencias.
Empecemos
por señalar lo obvio: lo que nos ocurre es responsabilidad de
los gobiernos del
matrimonio Kirchner. Todo.
Todos
los cambios producidos en estas horas son la consecuencia de la
evidente crisis
en la que ha entrado la economía argentina. Tenemos serios
problemas con la
energía, con la inflación, con los acreedores que no entraron en
los canjes,
con el cepo cambiario, con la balanza comercial, con la presión
tributaria, con
la pérdida de poder adquisitivo del salario, el pavoroso déficit
fiscal que se
cubre con emisión espuria de moneda, con las importaciones, con
las
exportaciones, con el tipo de cambio.
Es
el gobierno el que decide reemplazar al ministro de economía y
al controvertido
secretario de comercio interior. Es el gobierno el que cambia al
jefe de
gabinete. Es el gobierno el que se saca de encima a la
presidenta del Banco
Central, luego de haberla impuesto violando palmariamente la
carta orgánica de
ese banco que le garantizaba autonomía.
Es
el gobierno el que ha tomado nota de que tenemos problemas, y
que algo hay que
hacer para enfrentar la situación. No está mal tomar nota al
menos cuando
visiblemente el barco está hundiéndose.
Durante
años el país se ha manejado a tontas y a locas en materia
económica. En la
práctica no hubo un ministro de
economía desde los tiempos de Roberto Lavagna. El Banco Central
fue avasallado
en su autonomía y funcionamiento con la expulsión fuera de toda
legalidad de
Martín Redrado. Un insólito secretario de comercio se encargó de
dirigir los
destinos de bienes y haciendas durante 7 años sin firmar
prácticamente nada y
cometiendo todo tipo de tropelías y abuso de poder.
Las
consecuencias están a la vista y son obvias. Si bien lo vemos,
los sectores más
críticos que hemos señalado a vuelapluma, tienen el ingrediente
de un
intervencionismo a la violeta. En todos ellos la
discrecionalidad, la falta de
criterio, la visión populachera y hasta el entramado de
corrupción que implica
poder disponer a piaccere
de lo que
producen los demás, son de una obviedad meridiana.
Desde
la confiscación de Repsol hasta la apropiación de las AFJP.
Desde la conversión
del Banco Central en una secretaría del poder político hasta la
prohibición de
girar dividendos o la de ahorrar en moneda extranjera. Todo esto
y mucho más
nos ha llevado a todos a un cuello de botella del que ahora el
gobierno
pareciera querer salir.
Claro,
desde la designación de Kicillof al frente de Economía, hasta la
del mismísimo
Capitanich como Jefe de Gabinete,
es
obvio que se apunta a cambiar una forma de intervencionismo, de
la que ambos
son parte, por otra. Se quiere cambiar la forma de intervenir.
No otra cosa.
Podríamos decir que cambiar puede salvarnos al menos en lo más
grueso de las
crisis. Pero para eso es fundamental evitar la discrecionalidad,
apegarse a la
ley, respetar las instituciones. No está en la naturaleza del
actual gobierno,
lamentablemente, hacer eso.
Los
antecedentes de Kicillof son de todos conocidos y no vale
abundar. Baste decir
que fue el artífice ideológico de la confiscación de las
acciones de Repsol
mediante un decreto presidencial y con la compañía de la
Gendarmería. También
fue el que le dijo a la empresa Techint, en nombre del gobierno,
que “si
queremos los fundimos”. Capitanich, por su parte, fue el que se
vanaglorió de
pagar bonos chaqueños nominados en dólares con pesos al cambio
oficial
estafando a los tenedores. Estos antecedentes son elocuentes sin
más trámite.
Poner dinero en la Argentina es someterse a esta clase de
estropicios en
cualquier momento.
Por
lo que se sabe, la designación de Fábrega en el Banco Central
apunta a intentar
poner orden en sus cuentas luego del descalabro de Marcó del
Pont. El asunto es
que si no se restituye la autonomía de la entidad, nada podrá
hacerse si desde
el poder político se le exigen enormidades como las que se le
exigieron a la
gestión finalizada.
El
verborrágico jefe de gabinete ha salido a expresar opiniones por
lo general
bastante vacías de contenido, aunque también señaló algunos
aspectos que por lo
menos son curiosos. Por ejemplo dijo que la salida del
secretario de comercio
no implica haber arribado a un “viva la pepa”. En buen romance,
lo que ha dicho
Capitanich es que no se crean los empresarios que si desapareció
la mano dura
del autoritario exfuncionario, ahora entraremos en el reino de
Jauja.
La
concepción según la cual el gobierno debe intervenir en la
“formación de
precios”, en las utilidades y los costos de las empresas, y en
las cadenas de
comercialización sigue plenamente vigente.
La
cuestión a dilucidar aquí, para empezar a hablar, sería la de
por qué suponer
que funcionará mejor con mano blanda lo que no funcionó con mano
dura. Pero
esto es una disquisición para señalar el gatopardismo en que se
incurre.
Los
precios de los bienes y servicios son aquellos que los
consumidores pueden y
están dispuestos a pagar por ellos. Y no otros. Si el Estado
interviene y
pretende que tales precios sean menores a los que el mercado
determina, ya
sabemos lo que ocurre: faltarán bienes y servicios o habrá mercado negro. O
ambas cosas.
Por
su parte la cadena de comercialización puede ser pésima, pero no
es
inflacionaria. Los productos que consumimos serán más caros o
más baratos si
somos más o menos eficientes, pero no alterarán sus precios si
no hay
inflación, como ocurrió cuando la moneda estuvo atada al dólar
durante una
década, por ejemplo. Lo cual demuestra por si a alguien le
cupieran dudas que
el problema está en la unidad de cuenta (la moneda) y no en las
gentes.
Lo
que se observa es una increíble liviandad en el diagnóstico, a
lo que se suma
la hipocresía más absoluta al negarse a utilizar la palabra
“inflación”, que ha
sido reemplazada en los dos funcionarios por una expresión
relativa: “variaciones
en los precios”. Los eufemismos no modifican la realidad, pero
sirven para que
quienes los oyen tomen precauciones. Quien tiene miedo de hablar
claramente tiene
miedo de hacerse cargo de aquello de lo que se ocupa. Y es obvio
que estos
funcionarios no se atreven a contradecir a la presidenta. No se
atreven aún
sabiendo que con expresiones como esa se convierten en el
hazmerreír de la
profesión de economía.
El
Estado y el gobierno argentinos hace ya varios años que vienen violando de una o de
otra manera el
derecho de propiedad. Desde la “pesificación” hasta la
apropiación de las AFJP.
Desde la toma a punta de pistola de Repsol hasta las licencias
de radio y
televisión. Desde la prohibición de ahorrar en moneda extranjera
hasta el no
cumplimiento de fallos que otorgan derechos, como en el caso de
los jubilados.
No
es motivo de este comentario avanzar sobre esos temas, pero sí
de señalarlos
porque muestran el contexto en el que nos movemos.
Un
intervencionismo fundamentado en la idea de que los empresarios
son los
responsables de lo que nos pasa, mientras el gobierno elude su
responsabilidad
en materia monetaria y no garantiza la seguridad jurídica. La reiterada creencia en
las conspiraciones y
en los “golpes de mercado” termina de este modo en la certeza de
que si algo
está pasando, es por culpa de intereses corporativos que se
mueven en las
sombras dejando impolutos a los funcionarios que actúan de la
manera que han
actuado y que brevemente describimos.
La
negligencia más absoluta con que se ha manejado una enmarañada
trama de
subsidios y prebendas es de todos conocida. Es elocuente y salta
a la vista en
el sistema ferroviario, por ejemplo. O
en la caída dramática de la producción petrolera luego de
casi una
década de congelamiento de tarifas en pesos que pierden valor
todos los días.
Un
déficit fiscal incontrolado e
incontrolable,
movido por impulsos populistas y clientelistas que se sirven de
la cosa pública,
sin escrúpulos y sin límite alguno.
Tenemos
el resultado que era de esperar, y no otro. Si ahora parece que
las cosas van
de mal en peor, no es una ilusión. No es una sensación. Es que
van de mal en
peor. Todo es lo que parece.
HÉCTOR BLAS TRILLO
Buenos
Aires, 22 de noviembre
de 2013
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