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jueves, 13 de septiembre de 2018

LA ECONOMÍA Y EL AUTORITARISMO (25/8/18)

Segunda Opinión
LA ECONOMÍA Y EL AUTORITARISMO
       “ ¿Qué exige la riqueza de parte de la ley para producirse y crearse? Lo que Diógenes exigía de Alejandro: que no le haga sombra” (Juan Bautista Alberdi)

              Muchísimas veces nos hemos referido al intervencionismo económico como la verdadera causa de la decadencia de nuestro país. Hemos expresado con innúmeros ejemplos que se plantearon a lo largo de los años, que toda forma de intervencionismo altera las reglas de juego del mercado y afecta unas actividades  para favorecer otras.
              Nunca hemos logrado otra cosa que no sean críticas a nuestra modesta persona. Se nos acusa de ser “liberales” por el hecho de serlo. Se nos repite que el mundo no es “liberal” y que el intervencionismo es moneda corriente y se sostienen barbaridades tales como que el liberalismo permite hacer cualquier cosa, hasta envenenar nuestras vidas con fertilizantes y herbicidas cancerígenos o medicamentos anómalos para nuestra salud.
             Sin embargo, el liberalismo como doctrina no sostiene que puedan cometerse delitos. ¡Todo lo contrario!
             La ley es la que dispone cómo se defienden los derechos y garantías de los habitantes, no cómo se los restringe.
             La Constitución argentina dispone la libertad de comercio siguiendo las ideas alberdianas, porque allí está la esencia de la creatividad y del crecimiento.
             No es posible ser libres a medias.  Y no es razonable que sean otros quienes decidan qué debemos hacer con nuestro patrimonio. Grande o pequeño.
             Si pretendemos ser un país libre y democrático pero luego ocurre que en ciertas actividades el Estado decide por nosotros, entonces no somos verdaderamente libres. Y cabe al menos cuestionar a quienes dicen amar la libertad al tiempo que pretenden limitarla para las cuestiones económicas.
             ¿Qué razones hay para suponer que otras personas decidirán mejor que nosotros qué hacer con lo que es nuestro?
              Manejar a discreción el patrimonio de otros es un acto de autoritarismo. Un abuso de poder que incluso está prohibido aún por nuestra Constitución.
              Pero la intención de estas breves líneas no es hacer una especie de “racconto” constitucional sino observar la más pura lógica.
              Tenemos centenares de leyes, decretos, resoluciones y disposiciones de todo tipo a nivel nacional, provincial y municipal que intervienen en nuestras vidas para intentar lograr una mejor distribución de la riqueza.
              Tenemos una carga tributaria que supera largamente la mitad de nuestros ingresos de todo tipo. A ello se suma una inflación galopante que carcome el dinero que pueda quedarnos, si es que nos queda algo.
              Pilas de disposiciones a lo largo de los años intentando ayudar, proteger, cuidar, “contener” a los más pobres. 
              Impuestos, tasas, contribuciones y obligaciones de todo tipo para intentar mejorar la calidad de vida de la gente.
              Sin embargo, los resultados a lo largo de los años muestran que todo se ha deteriorado. 3 millones de personas viviendo en villas de emergencia. Un tercio de la población bajo la línea de vida. Un ingreso per cápita ridículo luego de haber sido uno de los mejores del mundo hacia los años 30 e incluso 40. Un atraso relativo que se hace evidente inclusive ante nuestros vecinos sudamericanos.
              ¿Por qué ocurre esto?
              Hoy está de moda hablar de la corrupción, que como podemos colegir es inherente a un sistema autoritario e intervencionista. Lo que hoy llaman falta de “transparencia” es, en verdad, intervencionismo estatal que la genera. Para todo hay que pedir permiso, lograr autorizaciones, habilitaciones. Nadie puede iniciar una tarea legalmente si no pasa por una maraña inconcebible de pedidos de autorización, pago de tasas, sellados y lo que se les hubiera ocurrido a los funcionarios de turno.
             Y todo eso cuesta. Cuesta dinero, tiempo, esfuerzo. Y finalmente cuesta “comisiones”. Las autorizaciones tienen un precio, señores.
            La corruptela en la obra pública tiene el estigma del autoritarismo político y económico. Las licitaciones no son libres y abiertas. No son internacionales a cielo abierto como deberían ser. Y finalmente, los funcionarios que declaran a los ganadores perciben un porcentaje por su generosidad. Así de sencillo y viejo como la especie humana. Si las pautas fueran taxativas, concretas, incuestionables, y sobre todo abiertas a la competencia internacional, muchas iniquidades desaparecerían.
            No dejemos de decir algunas cosas que pueden aclarar un poco más los tantos.
            Las ganancias dependen del mercado. Nadie vende algo a menor precio que el que puede venderlo. Cuando el Estado obliga a hacerlo, el producto en cuestión se agota. Y nadie está dispuesto a fabricar algo que finalmente no podrá vender al precio al que se lo pagarían.
            Cuando se cierran las importaciones esto no se hace para que podamos mantener las fuentes de trabajo, aunque tal vez se diga y crea sinceramente que es así, se hace para que no haya competencia. Así, se baja la calidad y suben los precios. Nadie cierra importaciones para que algo nos resulte más barato. Cualesquiera sean las motivaciones, el cierre de importaciones limita la competencia.
             Cuando se pretende fijar márgenes de utilidad de toda la economía, se detiene la inventiva, la creatividad, el emprendimiento. Nadie tiene estímulos para hacer nada nuevo porque no podrá lograr mejores réditos.  Lo mismo ocurre con los controles de precios. Nadie produce para luego poner su producido a merced de un funcionario que resuelve cuándo vender, a cuánto, cómo y dónde.
             Cuando el Estado exprime a la gente con impuestos y gabelas, se produce un deterioro de la productividad enorme. Lo mismo ocurre con el entramado burocrático de exigencias, permisos, obligaciones, trabas y demás yerbas.
             Deteriorar la productividad significa producir menos bienes y servicios con el mismo capital con el que podrían producirse más. Eso sube el precio y nos deja fuera de competencia internacional.
             Cuando se intervienen las tasas de interés se favorece a quienes obtienen créditos subsidiados. Pero otros los pagan. Los que se favorecen seguramente deberán dejar su “comisión” a quienes los autorizan.
            El sistema laboral es perverso. Los empleadores deben pagar casi el doble de lo que reciben en sus bolsillos sus empleados. Deben ocuparse de ingresar obligados las cuotas sindicales. Deben asegurar los aportes y contribuciones para pagar ayuda social en forma de “asignaciones”. Deben pagar indemnizaciones por despido e inclusive puede ocurrir que se “suspendan” los despidos.
           Todas las iniciativas para lograr una mejora en la salud, en la educación o donde sea, se pretende que sean gratuitas para todos. Cuando todos sabemos que no son gratuitas, sino que alguien las paga.
          Ganar dinero está mal visto. Pero se pretende que los servicios que se brindan, y los bienes que se venden, sean de la mejor calidad del mundo. Para ello, se intervienen las empresas, se colocan veedores, se pide información sobre ventas, sobre costos, sobre precios, sobre márgenes de utilidad, sobre lo que se le ocurra al funcionario de turno.
          Volvamos al principio entonces: ¿Cómo podremos mejorar la calidad de vida de la población de esta manera?  ¿Cómo alguien puede seriamente acusar a la libertad de comercio de la violación de la ley cuando es precisamente la discrecionalidad y el autoritarismo los que la promueven?
          Desde mediados de los años 40 baja la calidad de vida y el ingreso per cápita de toda la población. Llevamos más de 70 años de inflación. El atraso comparativo con respecto de Brasil, de México, de Chile, es evidente. No tenemos moneda. No tenemos Estado de Derecho porque continuamente se alteran las normas y se violan contratos. No se respetan los fallos de la Corte.
             Esta es la cruda realidad argentina. El intervencionismo es una forma civilizada de autoritarismo, para decirlo de algún modo. Y el resultado es siempre el mismo: deterioro de la calidad de vida, huída de capitales, baja de la productividad. Atraso y pobreza.
            Sin pretender el “laissez faire”, hay que apuntar a respetar la libertad de comercio. El camino para que aparezcan los Zuckerberg, los Bill Gates y tantísimos otros; es ese. No tengan dudas.
         

      
      

Buenos Aires, 25 de agosto  de 2018                                        HÉCTOR BLAS TRILLOla 

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