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miércoles, 1 de enero de 2020

SEGUNDA OPINIÓN: EL APÓSTROFE DE LA SOLIDARIDAD

Segunda Opinión
EL APÓSTROFE DE LA SOLIDARIDAD
(Este trabajo fue escrito y publicado a fines de abril de 2009. Su vigencia es absoluta, como puede verse. Y también lo son los resultados. Pensábamos hacerle algunos agregados y cambios, pero finalmente nos parece mucho más valioso la transcripción exacta del texto original)
En el mundo que nos toca vivir ciertas nociones morales se han difundido hasta el punto de constituir verdades reveladas que nadie en su sano juicio parece estar en condiciones de discutir. Aparecen como prácticas inevitables, incontrovertibles, apropiadas a la condición humana. Pero sin embargo, los cuestionamientos y los enfoques que pueden ser aplicables a tales prácticas, tienen muchas aristas.
Nosotros no pretendemos hacer una investigación sociológica que ni de lejos estamos en condiciones de solventar debido a nuestra formación, esencialmente forjada en las Ciencias Económicas. Pero sí podemos avanzar en ciertos criterios, como el de la solidaridad, que son considerados absolutamente éticos, incontrovertibles y, sobre todas las cuestiones, aplicables a todos por igual a partir de definiciones políticas o, más bien, de grupos políticos. Verdaderas consignas que son tomadas como paradigmas indiscutibles.
La solidaridad siempre es tomada como una virtud y parece en nuestra cultura resultar obligatoria. He ahí un primer punto que conviene dejar en claro: aquello que es obligatorio no es virtuoso. Ser solidario por obligación no es ser solidario. Adherir a una causa es un acto voluntario.
¿Y quienes se definen a sí mismos como solidarios, lo son realmente? Una virtud siempre es un valor subjetivo y admite tantas definiciones como individuos existen sobre la faz de la Tierra. Ciertas pautas sin embargo son factibles de ser establecidas. Veamos el diccionario de la RAE:
Solidaridad es la adhesión circunstancial a la causa o a la empresa de otros. También es, en Derecho, modo de derecho u obligación in sólidumEn el lenguaje común se dice de aquellas obligaciones o derechos en los cuales dos o más personas o entes son solidariamente responsables.
De esto deviene que la adhesión a una causa de otros no necesariamente implica que la causa sea justa. Es más, es de carácter subjetivo determinar la justicia de tal causa. La empresa en este caso es equivalente al emprendimiento, a aquello que emprenden otros y a lo cual, circunstancialmente, adherimos.
Por consiguiente la virtud de la solidaridad parece subsumir aquella condición de la adhesión a otra mucho más elevada: la causa justa.
Se es solidario al menos entre nosotros cuando se adhiere a la causa de ayudar al prójimo. Pero, claro, estamos entonces en el problema de que es preciso definir qué cosa es ayudar a ese prójimo.
¿Es ayudarlo repartirle electrodomésticos como hacen los políticos? ¿Lo es facilitarle las cosas en general para que no tenga que hacer el esfuerzo de lograrlas por sí mismo? ¿Tendrá que ver con ayudar a algún necesitado en razón de, por ejemplo, padecer alguna incapacidad?
Cuanto uno más escarba en estas cuestiones más observa lo endebles que resultan las consignas que tan livianamente se difunden desde ciertos sectores políticos y sociales.
Cuando el Estado recauda impuestos para distribuirlos entre los necesitados (eslogan político si los hay) está definiendo quiénes son los necesitados, qué cosas han de necesitar y por qué razón no pueden obtenerlas por sí mismos. Obliga entonces a la población a pagar tales impuestos y de allí obtiene los recursos para, luego, según su leal saber y entender, fijar prioridades y proceder al reparto. Esto, claro está, dejando de lado corruptelas y malversaciones varias, que no pretendemos incluir en este análisis.
Pero es que cuando la población paga sus impuestos porque está obligada a hacerlo no está siendo solidaria. No está adhiriendo a ninguna causa, dado que los impuestos son eso: imposiciones. Y por lo tanto no son actos voluntarios.
Llegamos entonces a otro de los puntos a dilucidar: ¿cuáles actos son voluntarios? Obviamente aquellos que surgen de nuestra disposición. Y serán buenos actos cuando se trate de lo que proverbialmente podemos llamar buenas obras, como las de los boy scouts. Nuevamente chocamos con la necesidad de definir cuáles obras son buenas y cuáles no. Y en este punto tal vez podremos acudir al llamado consenso general de opiniones al que aludía Hayek.
El tal consenso está condicionado a una determinada idiosincrasia, a una determinada forma de convivencia. A una escala de preferencias o de valores. A una pauta cultural.
Estamos entonces en el punto adecuado para definir un poco mejor las cosas: serán solidarios aquellos que realicen buenas obras, fijadas estas en el consenso general de opiniones, y solventadas voluntariamente por los actores.
El consenso general de opiniones considera buenas obras a determinadas acciones. Pero el tal consenso no es unánime. No todo el mundo piensa lo mismo respecto de la legalización de la droga, o del aborto, o de la falta de voluntad del prójimo para esforzarse, o de lo que fuera.
Pero en una sociedad democrática y en un estado de derecho todos pueden tener sus opiniones libremente. Todos deben tenerlas.
¿Respetar las opiniones de los demás es, además de un acto democrático, un acto solidario? ¿es posible considerar que la adhesión a una causa o empresa incluye la adhesión al respeto del pensamiento del prójimo? ¿O no?
Lo que queremos señalar, en suma, es que el mundo de la solidaridad es un mundo cargado de subjetividades y de millones de opiniones dispersas que se unifican a partir de consignas por lo general de origen político y que llevan a pensar que las obligaciones tributarias, por ejemplo, son actos de solidaridad cuando en realidad son exigencias legales
Suponiendo que aceptemos ser solidarios, ¿con qué prójimo lo seremos? ¿a qué causas circunstancialmente adheriremos? ¿hay alguna prioridad en esto? ¿podemos establecerla nosotros, en tal caso, o deberán hacerlo los funcionarios públicos que mediante resoluciones y normas nos lo exigen?
Esta última pregunta tiene respuesta muy clara: si cumplimos las normas estamos dentro de la legalidad, no de la solidaridad.
Y quienes nos aplican el poder de policía para obligarnos a pagar, no hacen otra cosa que cumplir con determinadas atribuciones que se supone el sistema les autoriza a ejercer. Dejamos de lado también acá los abusos de poder. Nos limitamos a decir que ciertos funcionarios resuelven, a partir de leyes votadas en el Congreso, aplicar determinados impuestos a determinadas gentes para llevar adelante determinados actos y favorecer a determinadas personas, artes, empresas o lo que fuere.
Pero nada de esto tiene que ver con la solidaridad individual, la de cada uno. Esa es propia y no depende de obligaciones, sino de nuestro deseo y voluntad. Incluso  si interpretamos a la solidaridad como un acto virtuoso, jamás puede fundamentarse en una obligación, incluso las de origen religioso.
Adherir a causas justas no forma parte de la definición de solidaridad. Sólo adherir a causas o empresas, insistimos.
¿Por qué en la Argentina actual sin embargo se subsume el principio de la solidaridad con aquel otro de la atención al prójimo con fines virtuosos? La verdad es que no lo sabemos a ciencia cierta.
Pero un estado de derecho no funciona sobre la base de que los habitantes de una Nación sean solidarios en el sentido argentino del término. De lo que depende es de que los habitantes cumplan la ley y las autoridades la hagan cumplir. Siempre.
Siguiendo con el mismo precepto: no se trata de analizar si tal o cual persona es buena, caritativa, dadivosa, amable o una porquería. De lo que se trata es de que esa persona cumpla con la ley.
Por lo demás, claro está, cada cual considerará a su prójimo con los adjetivos que le parezcan mejor según su personal modo de ver.
Y entonces llegamos al final: en la Argentina al menos la solidaridad no es definida de modo adecuado. Acá  se trata de una suerte de “solidarismo”, de virtuosismo a la veleta. El concepto según el cual debemos ayudar (altruismo) es confundido con el concepto de adherir a una causa (solidaridad). El deseo de ayudar es confundido con la obligación de hacerlo. Y nadie o casi nadie se detiene a pensar en qué pasa por la cabeza de quien espera ser ayudado.
Porque es necesario tener en cuenta qué esfuerzos hace para no necesitar ser ayudado quien luego termina siéndolo. No observar este detalle conduce a que todos terminemos esperando ser ayudados aprovechándonos del prejuicio generado en torno a la solidaridad entendida como virtud. No parece un escenario virtuoso en sí mismo. Y cabe preguntarse qué tan solidario resulta quien sólo espera ser ayudado y no pone nada de sí por superar su situación.



 HÉCTOR BLAS TRILLO                                                                     Buenos Aires, 26 de diciembre de 2019

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