egunda Opinión
Actualidad económica: Hasta que la rueda se detenga
El criterio de que una balanza comercial es favorable si da un resultado positivo, genera intervenciones de parte de las autoridades económicas, alterando cada vez más el ya de por sí complicado comercio exterior.
No es una novedad. Hace ya muchos años que en la Argentina (y en muchos países ocurre algo parecido) el intervencionismo económico suele hacer epicentro en el comercio exterior. La idea de que la balanza comercial debe ofrecer un resultado positivo (exportar más de lo que se importa) lleva a tomar medidas insólitas en la materia, prácticamente (en el caso argentino) todas reñidas con el espíritu de la Constitución Nacional.
En estos últimos dos años se han producido dos fenómenos que se dirigen en la misma dirección: crecieron las exportaciones, pero menos que las importaciones, con lo cual la balanza se ha achicado y se espera que lo haga mucho más en el corriente año.
No hay misterios en esta tendencia. La economía argentina sigue creciendo y demanda productos importados. A veces bienes de capital, otras simplemente bienes de consumo. Al mismo tiempo, la política cambiara muestra una marcada tendencia a “planchar” el valor de la divisa. Esto significa que mientras el índice de precios al consumidor crece a un ritmo del 25% anual, el billete norteamericano no se ajusta más de un 3 o 4%.
En estas condiciones, cada vez es más barato importar bienes, con lo cual la competencia en esas condiciones afecta la producción local; cada vez más gente viaja al exterior, cada vez se encarece más la vida en dólares en el país, cada vez se achica más la balanza comercial.
El problema que se le presenta a las autoridades es que ajustar el valor de la divisa más allá del porcentaje mencionado, incentiva de manera adicional la suba de precios. Y dado que la política monetaria es absolutamente expansiva, la convalidación de tales precios hace crecer de manera exponencial la tasa de inflación.
Hasta aquí estamos viendo una película que varias veces se ha repetido en la historia del país en el último medio siglo por lo menos.
Sin embargo, hay cuestiones adicionales que han agravado la situación durante esta administración y la anterior. Por un lado se pretende regular los precios de los productos locales cerrando exportaciones o afectando gravemente las mismas mediante la aplicación de impuestos (retenciones). Por otro lado existen compromisos especialmente en el ámbito del Mercosur que obligan a mantener determinadas condiciones de intercambio que no permiten demasiadas trabas a las importaciones. Y dado que la óptica de las autoridades es la de mantener con superávit la balanza comercial, es obvio que estas cuestiones juegan en contra.
Además de lo indicado, existen razones prácticas para desear mantener una balanza superavitaria: disponer de los dólares necesarios para poder intervenir en el mercado, mantener planchado el tipo de cambio, utilizar reservas del Banco Central para pagar deuda, etc.
La noticia de que desde la Secretaría de Comercio se pretende una vez más prohibir importaciones mediante exigencias de diverso tenor es elocuente: el gobierno nacional pretende atacar las consecuencias de la política llevada adelante, mediante prohibiciones. Otro clásico argentino.
Por medio de varias resoluciones generales, la A.F.I.P. fijó valores referenciales para una serie de productos. Al mismo tiempo, se limita el ingreso de al menos 200 mediante el eufemismo de las “licencias no automáticas”. Es decir, hay que pedir permiso a los funcionarios de turno.
Más allá de que es fácil imaginar cuál es el camino para conseguir tal “permiso”, está muy claro que el gobierno interpreta que la importación de productos produce una merma en el superávit comercial, al mismo tiempo que considera que así se favorece la industria local y por lo tanto, la creación y sustento de nuevos puestos de trabajo.
Hemos señalado otras veces que el intervencionismo opera de manera similar a la que lo hace un plumero, que simplemente cambia la tierra de lugar. Esto significa que la actividad económica, el mercado, sigue funcionando, pero adaptándose a las medidas intervencionistas rápidamente. De tal manera, las distorsiones van acumulándose, los problemas se incrementan y multiplican.
Tenemos entonces que ciertos sectores productivos (carnes, trigo) sufren el desaliento y bajan su ritmo, mientras otros esperan el proteccionismo dado por la prohibición de importar para subir sus precios y/o bajar la calidad de sus productos. Porque una de las cuestiones más graves que produce el cierre de importaciones es, obviamente, la falta de competencia externa, aún a precios elevados por aranceles específicos.
Los gobernantes intentan impedir que el proteccionismo antiimportador aliente la suba de precios, para lo cual multiplican los controles, las prohibiciones y las sanciones.
No puede dejar de mencionarse el hecho de que este tipo de prohibiciones a las importaciones, generan la aplicación de reciprocidades por parte de los países afectados. De manera que tales países comienzan a poner trabas a las exportaciones argentinas, como acaba de ocurrir hace unos meses con el aceite de soja que compra China.
El mercado de cambios, por lo demás, no es ajeno tampoco a esta clase de medidas. Lo corriente es que los intervencionistas, que interpretan la economía desde el enfoque permitir-prohibir, busquen por todos los medios a su alcance impedir las consecuencias de sus actos. Demonizan al “mercado” en tanto éste no hace lo que ellas esperan o desean, y aplican entonces medidas correctivas basadas en prohibiciones y limitaciones, como si el mercado fuera un alumno díscolo en una escuela secundaria al que hay que sancionar. Exactamente esto es lo que decía el Dr. Lavagna, siendo ministro de economía de Néstor Kirchner, cuando renegaba de la supresión de los impuestos (retenciones) a las exportaciones. Para este ex funcionario, aumentar los impuestos a los exportadores no desalienta el comercio hacia el exterior, sino que obliga a estos a vender más barato en el mercado local. Es tan evidente el error conceptual que esto conlleva que resulta hasta ridículo tener que repetir ejemplos. Baste ver lo que ocurre en nuestros vecinos Uruguay, Brasil e incluso Paraguay, que no aplican impuestos a sus exportaciones, para comprender la realidad. Estos países, especialmente los dos primeros, han multiplicado su producción cárnica, por ejemplo, mientras la nuestra ha caído a punto tal de no poder siquiera cumplir la denominada cuota Hilton con Europa. Mientras en el mercado local, atrás quedaron acuerdos y bravuconadas varias de parte del secretario de comercio. Y los precios asignados a los cortes populares son hoy una tragicomedia de la realidad argentina.
Como lo que aquí está en juego es la balanza comercial, y por lo tanto el ingreso de divisas en exceso del egreso; se han dictado una serie de normas de control cambiario que limitan la compra y venta libre de divisas por parte de particulares y empresas, lo que obviamente ha generado un mercado paralelo, que hasta hace muy poco se lo denominaba blue, en la jerga, pero que ya ha cambiado de color y tomado la denominación clásica en nuestra lengua: negro. Allí, el dólar que oficialmente cotiza a 4,05, está en $ 4,18 aproximadamente. Ante esta realidad que los funcionarios no desean, se ataca a las casas de cambio, a los “arbolitos” y a las “cuevas” que automáticamente aparecen ante la diferencia de precio. Lo cual hace que la diferencia de precio crezca día a día.
Cabe recordar aquí que en las postrimerías del gobierno del Dr. Alfonsín, se llegó a prohibir la actividad de las casas de cambio. El recordado diputado radical César Jaroslawsky llegó a decir públicamente que habría que cerrar la calle San Martín, que como es sabido es la calle donde está la mayoría de las instituciones cambiarias en Buenos Aires.
Pero la realidad siempre se impone. Esto ha ocurrido con la carne, ha ocurrido con el pan, ha ocurrido con prácticamente con toda la gama de productos alimenticios, que han subido sus precios pese a los controles, los “aprietes” y las descalificaciones gubernamentales.
Es interesante recordar una vez más, aquellas expresiones del economista Aldo Ferrer, para quien los precios no debían subir porque según sus cuentas la economía estaba en equilibrio, y que si subían había que impedir que lo hicieran. El grado de negación freudiana que conlleva semejante argumento es, a nuestro humilde modo de ver, ideal para el inicio de un tratado que intente explicar la soberbia del ser humano para imponer su voluntad a la naturaleza de las cosas.
La historia se repite, no caben dudas. Nada de lo que está ocurriendo es nuevo. Tal vez la única excepción sea el sostenido superávit de la balanza comercial. El control del tipo de cambio lo “atrasa” y abarata la importación de bienes y servicios, que intenta corregirse con prohibiciones e intervenciones. La trabas a la operatoria cambiaria desarrolla un mercado negro creciente, la inflación hace subir los costos en dólares, los precios al consumidor suben y la calidad de los productos baja por falta de competencia, etc.
El cuadro nos resulta especialmente deprimente por lo reiterado. Pero no solo por eso. Imaginar que con funcionarios prepotentes que “deciden” violar toda norma disponible que garantice el libre comercio para intentar corregir al odiado “mercado” es, cuando menos, una ingenuidad.
Así las cosas, las inversiones no se producen más allá de márgenes mínimos, y más temprano que tarde todo se vuelve insostenible. Y ello sin considerar en particular la maraña de subsidios que sirven para dibujar la tasa de inflación, o la mentira de un INDEC a estas alturas francamente patético. Porque el intervencionismo abarca todo. Tasas de interés, digitación de los préstamos, controles de precios, consultoras privadas que calculan la inflación con criterios propios, etc.
Porque a la larga, y esto también es archisabido, el intervencionismo requiere de más intervencionismo, que a su vez exige más y más intervencionismo. Hasta que la rueda se detenga.
Héctor Blas Trillo 18 de febrero de 2011
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