LA SUPREMACÍA DEL MERCADO Y EL PAPEL MONEDA
Mucho es lo que se ha dicho en los últimos años sobre la primacía del mercado en las decisiones de las gentes. Especialmente en estos tiempos de convulsión económica y financiera, el enfrentamiento ideológico entre quienes están de acuerdo en que exista la libertad de mercado y quienes la reprueban de modo terminante parece existir un abismo insalvable. Y sin embargo, interpretamos y decimos desde el vamos que tal abismo no creemos que exista.
Siendo que la economía es la denominada ciencia de la escasez, todos estamos contestes, aún por instinto, de que disponer de determinados bienes (entendiendo por tales no sólo cosas materiales, sino servicios, educación, seguridad, salud o lo que fuere) requiere un esfuerzo de nuestra parte. Eso es lo que siempre hemos pensado y consideramos que todo el mundo en el fondo piensa muy parecido. Es que todos sabemos que aquello que es escaso o que requiere un trabajo especial para tenerlo, cuesta. El orden social, el andamiaje jurídico, la convivencia o lo que fuera, se conforma de múltiples individuos que piensan y viven de modo diferente, pero similar.
Sin meternos en el terreno de la sociología, que nos es ajeno, podemos decir entonces que todos tenemos más o menos claro que el trabajo y el dinero constituyen bienes que deben ser logrados con nuestro esfuerzo. Y que aún en el caso de aquellas personas que tienen la posibilidad de heredar ciertas riquezas, rápidamente pueden echar todo a perder si no están preparadas para sostener una estructura. Se dice con razón que los seres humanos solemos ser libres de aquello que no tenemos y esclavos de lo que poseemos.
El mercado, el hoy por hoy bastante vilipendiado mercado, no es un ente abstracto. El Diccionario de la Lengua da varias definiciones de qué cosa se entiende por mercado. Varias de ellas son más o menos específicas. Pero hay dos que nos parecen especialmente definitorias. La séptima acepción define al mercado como “el conjunto de consumidores capaces de comprar un producto o servicio”, mientras que la octava, por su parte se refiere al “estado de evolución de la oferta y la demanda en un sector económico dado”. La especificación final (sector económico dado) bien puede hacerse extensiva a todos los sectores. Es decir que el mercado es la evolución de la oferta y la demanda en general. Y es también la capacidad de los consumidores de comprar un bien determinado.
Permítasenos continuar brevemente con este análisis. Los consumidores “capaces” de comprar son, en principio, aquellos que necesitando un bien pueden comprarlo. Y la posibilidad de comprar tal bien, es decir la demanda, incluye necesariamente la oferta de tal bien. Podemos concluir entonces que un bien es demandado cuando es necesario, y es comprado cuando hay capacidad de hacerlo. Y tanto una cosa como la otra son posibles si tal bien /está disponible/.
El bien entonces debe estar disponible (oferta), debe ser requerido porque es necesario (demanda). El bien habrá de tener un precio, que es la consecuencia de que sea escaso siendo necesario. El aire es indispensable, pero como es superabundante, es gratis.
Cuando aún no existía la moneda en ninguna de sus manifestaciones, la oferta y la demanda se satisfacían mediante el sistema de trueque. El trueque tenía lugar, como sabemos, en un “mercado”. En una plaza pública o lugar equivalente donde las gentes concurrían con sus objetos a intentar intercambiarlos por otros. Ese intercambio implicaba un precio, claro está. Alguien cambiaba una determinada cantidad de aves de corral por un caballo, por ejemplo. ¿Y de qué dependía la cantidad de aves que podía costar el caballo? De la necesidad de cada uno de los trocantes de poseer el bien en cuestión. Y ésta necesidad tenía relación directa con la abundancia o con la escasez. En este caso de aves y de caballos.
Sabemos que hasta acá no estamos diciendo nada nuevo, sino antes bien pintando un cuadro de situación y armando una composición de lugar para lo que sigue. Ubicándonos en el ambiente de intercambio necesario para la supervivencia en el que nos movemos todos los seres vivos (racionales e irracionales) de este mundo.
La aparición de la moneda primero como valor intrínseco y luego como documento de pago constituyó una innovación magistral que permitió superar poco a poco el esquema del intercambio de bienes en una plaza pública. El valor intrínseco del metal primero, y luego el valor fiduciario, reemplazaron poco a poco al trueque. Damos por entendido que el valor de los metales preciosos puede medirse desde hace miles de años. Y la fiducia es la confianza. De tal modo que el papel moneda que finalmente reemplazó a los documentos que originalmente se extendían no es otra cosa que un pagaré. Un documento sobre el cual los partícipes de una transacción ponen su confianza.
Durante muchos años rigió en buena parte del mundo el llamado “patrón oro”. Es decir que los países emitían papel moneda en tanto tuvieran un respaldo en metálico que cubriera esa emisión. Tal patrón fue abandonado durante la primera guerra mundial ante la necesidad imperiosa de emitir billetes para financiar la guerra. Posteriormente, a partir de 1944 se pasó al llamado “patrón cambio oro” que duró hasta 1971, y era un sistema basado en la supremacía del dólar y de la libra esterlina.
Lo cierto es que la moneda se convirtió en un elemento de confianza fundamentado en la seriedad con la que actúan los países que la emiten a través de sus Bancos Centrales.
La actual crisis financiera tiene mucho que ver con la emisión de moneda sin el respaldo en metálico o de índole específica. En verdad estamos ante una crisis de confianza o de fiducia, que es la misma cosa.
Las intervenciones de los Bancos Centrales en la oferta y la demanda de bienes a través de la inyección o no de moneda de papel constituyen uno de los elementos fundamentales de la crisis que hoy nos aqueja. Cuando la Reserva Federal norteamericana (creada en 1913) baja la tasa de interés a propósito, incentiva la demanda de dinero y favorece la inversión a bajo costo, por ejemplo. Pero tanto esa demanda de dinero como ese bajo costo implica un precio que alguien debe pagar. Y ese alguien no es una abstracción, es la comunidad en su conjunto, que ve así caer sus estándares para aportar parte de sus bienes a quienes obtienen los créditos a bajas tasas.
Normalmente aquellas personas que colocan su dinero a tasas de interés negativas (por debajo de la tasa de inflación) o guardan sus dólares en el colchón, se hacen cargo de financiar a aquellas otras que de tal modo pueden desarrollar actividades a bajo costo. A esto se suma que la tasa negativa posibilita que un inversor obtenga un crédito para buscar colocar el dinero en otra parte del mundo donde la tasa no sea negativa para hacerse de la diferencia. Y esta operación puede multiplicarse cientos de veces conformando lo que conocemos como bicicleta financiera, pero que hoy el mundo llama /apalancamiento./
Como puede verse, explicada simplemente esta operatoria no tiene nada de extraño. Pero sólo es practicable en tanto y en cuanto exista la moneda de papel (o los títulos equivalentes) y además, existan */Estados que con su intervención conviertan en negocio tomar dinero prestado para colocarlo a su vez./*
/ / La llamada crisis de las hipotecas comenzó más o menos de ese modo: tasas bajas de interés que posibilitaban a personas de recursos medios la obtención de préstamos hipotecarios para construir viviendas. Tales préstamos podían pagarse en cuotas muy razonables dados los bajos intereses; y esto, a su vez, estimulaba la demanda de viviendas haciendo subir el precio de ellas. La garantía hipotecaria ofrecía a los prestamistas una seguridad: llegado el caso se ejecutaría la hipoteca y se cobraría el dinero. Pero, claro, como las casas subían de precio por el efecto señalado, las hipotecas terminaron concediéndose por montos que, cuando comenzaron los problemas, superaban el valor de las casas hipotecadas. Y allí sobrevino el derrumbe.
Por su parte los bancos normalmente emiten títulos por las hipotecas que otorgan, de manera que finalmente venden tales títulos recuperando el dinero que han prestado de manera más o menos inmediata. Los títulos se emiten contra las hipotecas, es decir que son los títulos los que finalmente tienen garantía hipotecaria y cotizan en el mercado.
Por un lado los bancos cuentan con el dinero para prestar nuevamente, mientras que los deudores cuando pagan sus cuotas van amortizando tales títulos.
Así las cosas, los préstamos con garantía hipotecaria se multiplicaron una y otra vez. Se emitían títulos que se vendían y así se obtenía el dinero para prestar nuevamente. La caída de los precios de las propiedades comenzó cuando algunos deudores hipotecarios comenzaron a tener problemas para afrontar sus deudas, esto hizo que el andamiaje se derrumbara y se produjera la corrida inversa. Porque el dato que falta en todo este juego es el origen del dinero de los inversionistas. Es decir, quién compraba los títulos con garantía hipotecaria y de dónde provenía el dinero para tal compra.
En general se trataba de fondos de inversión, que colocaban un portfolio de títulos entre sus clientes. Los clientes tenían ahorros o a su vez obtenían el dinero de préstamos. Si el dinero lo obtenían de préstamos a bajas tasas, era negocio hacerlo para quedarse con la diferencia. A veces eso ocurre entre distintas monedas. Por ejemplo el euro venía pagando tasas más altas que el dólar, pero el yen pagaba tasas bajísimas. En un momento convenía endeudarse en yenes para colocar el dinero en euros.
Siempre en el fondo de estas cuestiones está el valor fiduciario del dinero en juego, y la garantía que pudiera haber detrás. Si intentamos pensar en cómo hacer que estos efectos no se produzcan tenemos un mecanismo que de por sí lo resuelve: el mercado. Pero el mundo de hoy no parece muy dispuesto a aceptarlo. Más bien al contrario.
En efecto, las voces de la llamada intelectualidad pretenden que el mercado ha fracasado, como si se tratara de un fenómeno impuesto por sesudos individuos enfermizos animados por un afán de lucro fuera de lo normal. Y así lo definen.
Esto requiere a su vez un pequeño análisis: el afán de lucro forma parte de la condición humana. Y si nos apuran no sólo humana. Cuando determinados animales llevan alimento a sus nidos o guaridas para tenerlo en épocas en las cuales el clima o lo que fuere les impiden adquirirlo, no hacen otra cosa que intentar asegurar su futuro. Los seres humanos también intentan asegurar su futuro, sólo que como seres pensantes miran más allá de una estación del año. El “afán de lucro” forma parte entonces del instinto de conservación. Constituye lisa y llanamente la intención de mejorar y vivir mejor. Ganar dinero tiende a asegurar el futuro. Guardar alimentos también. Contar con bienes materiales también.
Por supuesto que como dice el proverbio: “nadie tiene la vida comprada” y ello es cierto. Pero el afán de mejorar es intrínseco, esencial. Y los teóricos deben necesariamente lidiar con esta realidad. Aprender de ella. Convivir con ella.
Los clásicos de la economía siempre han hecho referencia a las pérdidas y las ganancias como elementos distintivos para medir el éxito o el fracaso de una iniciativa. La forma de medir parece simple, pero no lo es. La simpleza está entre las grandes virtudes de los grandes pensadores. Nada mide mejor el éxito o no de cualquier emprendimiento que el resultado del mismo. Y el resultado es ese: se gana o se pierde.
Los Estados intervienen en esto mediante la moneda de papel, a través de regulaciones, fijando tasas de interés o como sea. Producen así efectos.
Por lo tanto no es el mercado el que causa los males (los efectos), sino la acción reguladora del hombre a través de los Estados y de la moneda de papel.
Conviene resaltar este hecho. El mercado no es un ente, no es una fragua inventada por el hombre. Es un dato de la naturaleza y de la supervivencia de las especies. De todas las especies.
La intervención del hombre a través de su raciocinio ha intentado desde hace muchos siglos hacer que tal mercado deje de existir o exista de otra forma que a él le parece mejor. Y no lo ha logrado. Y no lo logrará. Porque en un ámbito donde conviven intercambiando bienes y servicios miles de millones de personas, no existe tal cosa como la panacea de la intervención que todo lo corrige.
Es que en realidad el mercado no es “malo” o “bueno” o más o menos alguna de ambas cosas. Simplemente es una realidad. La lucha por la vida es una realidad. Nadie que no se esfuerce obtiene un futuro mejor a menos que lo robe y no resulte sancionado. Y cuando se habla de delito, cabe aclarar, no se está hablando de mercado.
En la Argentina suele confundirse, con intencionalidad o no, la libertad de mercados con la permisividad para malas artes o para delinquir. Se trata de conceptos sustancialmente diferentes y solamente un alto grado de hipocresía, falsedad o ignorancia puede posibilitar tal confusión.
La vida en libertad requiere de normas que deben ser cumplidas. La ley debe ser respetada y quienes cometen delitos de la naturaleza que fuere deben ser sancionados y condenados. Eso ocurre en cualquier régimen. Los regímenes no son corruptos o no según postulen o no la libertad de empresa. La confusión suele rendir dividendos en ciertas etapas de la historia, pero no siempre. Y nunca para siempre.
El atraso, la corruptela y la debacle que posibilitan los intervencionismos está a la vista de todo el mundo. Los regímenes más estatistas del planeta han abierto sus puertas al capitalismo. Y muchos de ellos han colapsado definitivamente por no hacer las cosas a tiempo, como es el caso de la Unión Soviética. Solamente con recordar los desvencijados “Lada” cruzando la puerta de Brandemburgo cargados de petates basta para clarificar a qué nos referimos.
Es que el intervencionismo posibilita que ciertos operadores, por sus vínculos con las personas que deciden, se enteren antes de las medidas que se tomarán, aprovechando de ese modo la ventaja. No es que en el mercado abierto falten quienes aprovechen las ventajas, pero tales ventajas resultan de estudiar y analizar qué puede ocurrir y correr el riesgo consecuente. Eso no ocurre en los regímenes estatistas donde la farola de la verdad está en manos de un grupo de dirigentes que se creen en condiciones de establecer precios, costos, tasas y cuotas de todo tipo a millones de seres y a millones de productos.
La supremacía del mercado es intrínseca y forma parte de la naturaleza de la vida. También es inherente a la condición humana el afán intervencionista, la idea de que algunos dirigentes harán mejor las cosas que si las dejan libradas a la conjunción de “millones de opiniones dispersas”. Por eso la eterna discordia.
Observando a los funcionarios actuales en el gobierno argentino uno puede ver que pretenden resolver sobre energía, sobre precios de productos de la más diversa índole, sobre tasas de interés, sobre el futuro jubilatorio de las personas, sobre costos, sobre índices, sobre bienes exportables o no, sobre importaciones, sobre cupos, sobre salarios, sobre el valor de la divisa, sobre buenas o malas intenciones de millones de personas, etc. Sobre TODO. Un afán inclusivo que a poco que lo analicemos resulta un acto de soberbia, de una presuntuosidad incomprensible. Algo contrario a la razón.
Por eso estamos seguros de lo que decimos y repetiremos una vez más: la batalla final, la que sea, en el tiempo que sea, la ganará el mercado. Como la ganó en la URSS, como la ganó en China, como la ganó siempre en cualquier lugar de La Tierra, incluyendo la Argentina. Y si nuestros gobernantes no lo comprenden a tiempo, el mercado arrasará con ellos.
HÉCTOR BLAS TRILLO Buenos Aires, 24 de octubre de 2008
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