¿Quién no recuerda a su primer amigo? ¿quién no ha tenido, también, un mejor amigo? ¿quién no lo tiene hoy?
A veces aquel primer amigo se borra en las tinieblas de un recuerdo que se resiste a devolvernos su imagen.
Eramos muy pero muy pequeños, seguramente.
Lo veo reflejado en mis hijos, cuyos amigos primigenios llegaron a sus vidas cuando apenas contaban dos añitos. Tomás sigue frecuentándolos, pero Martín les ha perdido el rastro porque sus primeros pasos en un Jardín los dio en Villa Lugano y hace varios años que sus caminos se bifurcaron.
Yo recuerdo, sí, a mi primer amigo. Se llamaba Titín. Era su apodo, claro. Su nombre no lo sé y creo que nunca lo supe. Su apellido me parece recordarlo pero tampoco estoy seguro.
Titín jugaba conmigo a la pelota en la terraza de mi casa, a la que llamaba "la cancha alta". Él, y otro que se llamaba Beto, eran mis incansables compañeros de aventuras. En verano jugábamos en el patio de casa, desnudos, a deslizar nuestros culos sobre las baldosas mojadas adrede con una manguera (Hoy nos dirían que derrochábamos agua, sí).
Titín y Beto fueron mis primeros grandes amigos. De Titín supe decir que era el mejor. Pero el tiempo y la distancia, tal como suele ocurrir, me cambiaron la perspectiva.
Tenía otro amigo, que vivía en un rancho de paja y chapas de cartón empetrolado: Pirincho.
¿Qué puedo decir de Pirincho?. Todo o casi todo en apenas dos renglones.
Yo no tenía bicicleta, porque nunca la tuve siendo niño. Pirincho sí tenía. Una vieja bici rodado 26 (que ahora sería 24) que había que frenar con la zapatilla sobre la rueda trasera. Él me la prestaba. Mejor dicho, me la daba.
Muchas veces esa bicicleta quedaba en mi casa, cuando él venía conmigo a jugar al tejo en el fondo. O a jugar también a la pelota en la terraza.
Pirincho tenía una particularidad: era analfabeto. Apenas distinguía algunas letras, especialmente las vocales y si estaban escritas en imprenta mayúscula. Pero no sabía leer ni escribir.
Tendría unos once años. No lo sé con exactitud. Y yo unos diez, tal vez menos.
Nos pasábamos el día juntos en verano.Íbamos por los jardines a robar granadas y flores. Y también a tirar tomates en las chimeneas de vapor de los trenes en la Estación Lanús.
Nos montábamos en la bici, uno conducía y el otro se sentaba en el caño. Era indiferente quién lo hiciera. A veces él, a veces yo.
No es que los juegos con él fueran diferentes a los que podía llevar adelante con Beto o con Titín. Era él un chico especial.
Era un amigo en serio. Desprendido, desinteresado. Noble. Incapaz de venderte en alguna mentira. Era eso que uno espera de un amigo. Era tanto así, que yo me esforzaba en corresponderlo. No siempre con éxito.
Yo trataba de enseñarle a leer. Pero él se resistía. Era lo único que no aceptaba. Nunca supe por qué.
Subíamos a los árboles de la Quinta Udabe en Viamonte y Rivadavia, de Lanús. Nos metíamos en las cloacas a buscar pelotas perdidas. Remontábamos barriletes, cazábamos mariposas, ranas o bichitos de luz. Éramos casi inseparables.
Pero Pirincho vivía con unos tíos. Él decía que eran sus tíos. Tenía un medio hermano que se llamaba Luli que era muy turro. Jodido. Mala fariña.
Era lo contrario de él. Tenía esa especie de resentimiento que tienen algunos chicos y que nadie se atreve a decir que sea tal cosa. Todo lo envidiaba, todo quería quitártelo.
¡Y lo más patético es que era tan poco lo que podía quitar! ¡Si no teníamos nada excepto las porquerías que juntábamos por ahí!
Un día Pirincho se mudó. Se fue. Desapareció junto a una tía.
Dicen que se lo llevó a vivir con ella. En el rancho quedó más gente, ya ni recuerdo. Y quedó el Luli.
Pirincho entró en mi vida del mismo modo en que se fue: de sopetón, un día, sin causa aparente.
Ahora se celebra el "día del amigo" gracias a la llegada del hombre a la Luna, hecho que ocurrió al menos 10 años después de que transcurriera este relato.
En buena hora que alguien se hubiera acordado de que estamos tan solos en un Universo esquivo y cargado de supuestos extraterrestres y dioses que juegan a las escondidas. Y que, como solos que estamos, somos todos hermanos o por lo menos amigos. Fue un tal Enrique Febbraro, odontólogo e historiador el que dio el puntapié inicial. El tipo tuvo un éxito arrollador con su idea, y por él hoy se celebra el día del amigo en muchos países. Y nos atrevemos a decir que con el correr de los años se celebrará en todo el orbe.
Febbraro me ha devuelto al amigo de la infancia más querido. Ese al que seguramente nunca más veré.Ese chico noble y absolutamente desprendido.
¡De vos me acuerdo ahora, Pirinchito! Y por vos tengo siempre presente la importancia de la amistad.
El entregar todo de sí sin esperar nada a cambio. El saber que ahí estás cuando te necesito, aún en el más recóndito rincón del corazón.
Héctor
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