El Ágora
CONSUMO
VERSUS INVERSIÓN
Durante los
años del kirchnerismo
la Argentina prácticamente no tuvo ministro de economía (o de
finanzas o como
se lo llame). En una economía ordenada y libre podríamos decir
que no tener un
ministro del área puede resultar irrelevante, pero en una
economía
superlativamente intervenida como la de nuestro país resulta
por lo menos
incomprensible que el matrimonio Kirchner hubiera desistido de
nombrar en esa
cartera a un profesional serio con un equipo técnico adecuado.
Esto dio lugar
a todo tipo de
arbitrariedades, mucho mayores que las que el propio
intervencionismo provoca.
Y acá dejamos de lado la corrupción, los sobreprecios en la
obra pública y todo
el daño colateral provocado por la desidia y el prevaricato.
El daño que el
intervencionismo
produce en la economía es inmenso, entre muchísimas otras
cosas por el hecho de
que cuando se pretende “promocionar” algo, alguien debe
hacerse cargo de pagar
la diferencia. Las distorsiones tornan inestable el mercado e
imposible el
equilibrio. Meter todas las variables de la economía en una
planilla de Excel,
como dijera un ministro del gobierno anterior, resulta una
pantomima, como
ocurre en esas películas en las cuales alguien juega a ser
Dios ante un panel
repleto de pantallas de TV en las que pretende observar la
intimidad de todo el
mundo.
Este es el
marco general que
permite ahora avanzar sobre lo que siempre ha dicho tanto el
presidente Néstor
Kirchner como su señora esposa, Cristina Fernández en el
ejercicio del
gobierno. El planteo
ha sido siempre el
de incentivar el consumo para de esa manera hacer crecer la
economía. Como tal
incentivo no es acompañado por la inversión necesaria por
diversas razones,
entre las cuales se encuentran precisamente la arbitrariedad
producto del abuso
del intervencionismo manejado además por manos poco
profesionales, se produce
la suba de los precios a la cual contribuye, desde ya, la
emisión de moneda
necesaria para, justamente, intentar incentivar el consumo.
En esta clase de
esquemas
intervencionistas y fomentadores del consumo, el camino que
eligen políticos
inexpertos o simplemente populistas, es el del control de los
precios, pensado
tal vez que así se incentiva la producción, cuando en realidad
ésta se contrae.
Nadie invierte en un país donde el futuro de los precios no
está sujeto a la
oferta y la demanda sino al capricho de los gobernantes. Esta
verdad elemental
no es comprendida por demasiada gente. Y así nos va.
En esta verdadera
dicotomía que se nos
presenta, el otro extremo está en la inversión. Es la
inversión la que provoca
el incremento del ingreso per cápita y la que mejora la
situación económica de
un país. La razón por la que un simple operario en EEUU gana
mucho más que un
profesional en la Argentina, es la inversión per cápita
acumulada.
La inversión se
produce cuando las
condiciones de legalidad están lo suficientemente maduras como
para garantizar
que los capitales lleguen y no sean timados por políticos
oportunistas.
En los últimos años
hemos asistido a
todo tipo de arbitrariedades desde la Secretaría de Comercio o
desde el
Ministerio de Planeamiento. Hemos visto por doquier
prohibiciones de importar,
prohibiciones de exportar, prohibiciones de girar dividendos,
obligación de
ingresar divisas a un “cambio oficial” claramente irreal y una
cadena sin fin
de necesidades de pedir permiso para las cosas más
elementales. Aparte de esto,
se reciclaron leyes como la de “abastecimiento”, injerencia en
las empresas,
intentos de fijación de márgenes de utilidad, controles de
precios de diverso
tenor, e inclusive regulación de retenciones sobre
exportaciones para “disciplinar”
(Roberto Lavagna dixit) los precios locales.
Este tipo de políticas suelen ser bien vistas por buena
parte de la
población en la Argentina, pero claramente ninguna persona con
una mediana
sensatez habrá de hundir capitales en estas condiciones, donde
todo queda en
manos de funcionarios con poderes omnímodos capaces de subir o
bajar el pulgar
de decidir así sobre fortunas enteras.
Hemos comparado la situación Argentina con la existente
en China. China
es una férrea dictadura comunista, pero si una empresa
norteamericana ingresa
en ese país y acepta las condiciones que el régimen le impone
(los chinos no
son necios para negociar, lo sabemos), es seguro que tales
condiciones se
mantendrán según lo acordado. Nadie temerá en China que mañana
venga un
funcionario de primer o segundo orden y les diga que no pueden
girar
dividendos, o que los dólares deben ingresar al precio que se
le ocurre a un
ministro, o que el sistema tributario cambiará radicalmente en
48 horas porque
están en emergencia.
Esa es la razón, de paso sea dicho, por la cual China,
un régimen de
origen marxista acérrimo, ha aceptado el capitalismo como
parte de su
desarrollo. Capitalismo que dicho sea de paso, ha podido ser
aceptado PORQUE
EXISTE. Y esto, que es de Perogrullo, hay que recalcarlo,
porque si por el
marxismo fuera, habría dejado de existir hace rato y ya no
podría contarse con
él.
Bien, entonces volviendo al principio, tenemos que
tener presente que la
forma de afianzar el crecimiento económico de un país consiste
en establecer un
sistema jurídico que respete la propiedad privada, que
establezca reglas de
juego estables, que respete las normas establecidas, que no
sea arbitrario y
que no pretenda cambiar las reglas todos los días según las
cambiantes
condiciones de la economía.
Nada habrá de ser
absolutamente
estático, por supuesto, la economía es una ciencia social y
las sociedades
cambian todos los días, pero hay una banda de razonabilidad
sobre la que se
debe operar.
El error global está en creer que incentivando el
consumo se
incentivará la
producción y que de tal
modo se corregirá la inflación. Y que cuando la inflación no
se corrige porque
la inversión no “llega a tiempo”, se congelan los precios y
todos contentos.
No. Las cosas no son así, y los argentinos deberíamos haberlo
aprendido hace ya
varias décadas.
Si la inversión no cubre la demanda, los precios
subirán, y sin o suben,
los bienes se agotarán, como ocurrió con la energía. O
aparecerá el mercado
negro.
Buenos Aires, 2
de julio de 2016
HÉCTOR
BLAS TRILLO
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