Segunda
Opinión
LA ECONOMÍA Y
EL AUTORITARISMO
“ ¿Qué
exige
la riqueza de parte de la ley para producirse y crearse? Lo
que Diógenes exigía
de Alejandro: que no le haga sombra” (Juan Bautista Alberdi)
Muchísimas veces nos
hemos referido al
intervencionismo económico como la verdadera causa de la
decadencia de nuestro
país. Hemos expresado con innúmeros ejemplos que se plantearon
a lo largo de
los años, que toda forma de intervencionismo altera las reglas
de juego del
mercado y afecta unas actividades para
favorecer otras.
Nunca hemos
logrado otra cosa que
no sean críticas a nuestra modesta persona. Se nos acusa de
ser “liberales” por
el hecho de serlo. Se nos repite que el mundo no es “liberal”
y que el
intervencionismo es moneda corriente y se sostienen
barbaridades tales como que
el liberalismo permite hacer cualquier cosa, hasta envenenar
nuestras vidas con
fertilizantes y herbicidas cancerígenos o medicamentos
anómalos para nuestra
salud.
Sin embargo,
el liberalismo como
doctrina no sostiene que puedan cometerse delitos. ¡Todo lo
contrario!
La ley es la
que dispone cómo se
defienden los derechos y garantías de los habitantes, no cómo
se los restringe.
La
Constitución argentina dispone
la libertad de comercio siguiendo las ideas alberdianas,
porque allí está la
esencia de la creatividad y del crecimiento.
No es posible
ser libres a
medias. Y no es
razonable que sean otros
quienes decidan qué debemos hacer con nuestro patrimonio.
Grande o pequeño.
Si pretendemos
ser un país libre y
democrático pero luego ocurre que en ciertas actividades el
Estado decide por
nosotros, entonces no somos verdaderamente libres. Y cabe al
menos cuestionar a
quienes dicen amar la libertad al tiempo que pretenden
limitarla para las
cuestiones económicas.
¿Qué razones
hay para suponer que
otras personas decidirán mejor que nosotros qué hacer con lo
que es nuestro?
Manejar a
discreción el
patrimonio de otros es un acto de autoritarismo. Un abuso de
poder que incluso
está prohibido aún por nuestra Constitución.
Pero la
intención de estas breves
líneas no es hacer una especie de “racconto” constitucional
sino observar la
más pura lógica.
Tenemos
centenares de leyes,
decretos, resoluciones y disposiciones de todo tipo a nivel
nacional,
provincial y municipal que intervienen en nuestras vidas para
intentar lograr
una mejor distribución de la riqueza.
Tenemos una
carga tributaria que
supera largamente la mitad de nuestros ingresos de todo tipo.
A ello se suma
una inflación galopante que carcome el dinero que pueda
quedarnos, si es que
nos queda algo.
Pilas de
disposiciones a lo largo
de los años intentando ayudar, proteger, cuidar, “contener” a
los más
pobres.
Impuestos,
tasas, contribuciones
y obligaciones de todo tipo para intentar mejorar la calidad
de vida de la
gente.
Sin embargo,
los resultados a lo
largo de los años muestran que todo se ha deteriorado. 3
millones de personas
viviendo en villas de emergencia. Un tercio de la población
bajo la línea de
vida. Un ingreso per cápita ridículo luego de haber sido uno
de los mejores del
mundo hacia los años 30 e incluso 40. Un atraso relativo que
se hace evidente
inclusive ante nuestros vecinos sudamericanos.
¿Por qué
ocurre esto?
Hoy está de
moda hablar de la
corrupción, que como podemos colegir es inherente a un sistema
autoritario e
intervencionista. Lo que hoy llaman falta de “transparencia”
es, en verdad,
intervencionismo estatal que la genera. Para todo hay que
pedir permiso, lograr
autorizaciones, habilitaciones. Nadie puede iniciar una tarea
legalmente si no
pasa por una maraña inconcebible de pedidos de autorización,
pago de tasas,
sellados y lo que se les hubiera ocurrido a los funcionarios
de turno.
Y todo eso
cuesta. Cuesta dinero,
tiempo, esfuerzo. Y finalmente cuesta “comisiones”. Las
autorizaciones tienen
un precio, señores.
La corruptela
en la obra pública
tiene el estigma del autoritarismo político y económico. Las
licitaciones no
son libres y abiertas. No son internacionales a cielo abierto
como deberían
ser. Y finalmente, los funcionarios que declaran a los
ganadores perciben un
porcentaje por su generosidad. Así de sencillo y viejo como la
especie humana. Si
las pautas fueran taxativas, concretas, incuestionables, y
sobre todo abiertas
a la competencia internacional, muchas iniquidades
desaparecerían.
No dejemos de
decir algunas cosas
que pueden aclarar un poco más los tantos.
Las ganancias
dependen del mercado.
Nadie vende algo a menor precio que el que puede venderlo.
Cuando el Estado
obliga a hacerlo, el producto en cuestión se agota. Y nadie
está dispuesto a
fabricar algo que finalmente no podrá vender al precio al que
se lo pagarían.
Cuando se
cierran las importaciones
esto no se hace para que podamos mantener las fuentes de
trabajo, aunque tal
vez se diga y crea sinceramente que es así, se hace para que
no haya
competencia. Así, se baja la calidad y suben los precios.
Nadie cierra
importaciones para que algo nos resulte más barato.
Cualesquiera sean las
motivaciones, el cierre de importaciones limita la
competencia.
Cuando se
pretende fijar márgenes
de utilidad de toda la economía, se detiene la inventiva, la
creatividad, el
emprendimiento. Nadie tiene estímulos para hacer nada nuevo
porque no podrá
lograr mejores réditos. Lo
mismo ocurre
con los controles de precios. Nadie produce para luego poner
su producido a
merced de un funcionario que resuelve cuándo vender, a cuánto,
cómo y dónde.
Cuando el
Estado exprime a la
gente con impuestos y gabelas, se produce un deterioro de la
productividad
enorme. Lo mismo ocurre con el entramado burocrático de
exigencias, permisos,
obligaciones, trabas y demás yerbas.
Deteriorar la
productividad
significa producir menos bienes y servicios con el mismo
capital con el que
podrían producirse más. Eso sube el precio y nos deja fuera de
competencia
internacional.
Cuando se
intervienen las tasas de
interés se favorece a quienes obtienen créditos subsidiados.
Pero otros los
pagan. Los que se favorecen seguramente deberán dejar su
“comisión” a quienes
los autorizan.
El sistema
laboral es perverso. Los
empleadores deben pagar casi el doble de lo que reciben en sus
bolsillos sus
empleados. Deben ocuparse de ingresar obligados las cuotas
sindicales. Deben
asegurar los aportes y contribuciones para pagar ayuda social
en forma de
“asignaciones”. Deben pagar indemnizaciones por despido e
inclusive puede
ocurrir que se “suspendan” los despidos.
Todas las
iniciativas para lograr
una mejora en la salud, en la educación o donde sea, se
pretende que sean
gratuitas para todos. Cuando todos sabemos que no son
gratuitas, sino que
alguien las paga.
Ganar dinero está
mal visto. Pero se
pretende que los servicios que se brindan, y los bienes que se
venden, sean de
la mejor calidad del mundo. Para ello, se intervienen las
empresas, se colocan
veedores, se pide información sobre ventas, sobre costos,
sobre precios, sobre
márgenes de utilidad, sobre lo que se le ocurra al funcionario
de turno.
Volvamos al
principio entonces: ¿Cómo
podremos mejorar la calidad de vida de la población de esta
manera? ¿Cómo alguien
puede seriamente acusar a la
libertad de comercio de la violación de la ley cuando es
precisamente la
discrecionalidad y el autoritarismo los que la promueven?
Desde mediados de
los años 40 baja la
calidad de vida y el ingreso per cápita de toda la población.
Llevamos más de
70 años de inflación. El atraso comparativo con respecto de
Brasil, de México,
de Chile, es evidente. No tenemos moneda. No tenemos Estado de
Derecho porque
continuamente se alteran las normas y se violan contratos. No
se respetan los
fallos de la Corte.
Esta es la
cruda realidad
argentina. El intervencionismo es una forma civilizada de
autoritarismo, para
decirlo de algún modo. Y el resultado es siempre el mismo:
deterioro de la
calidad de vida, huída de capitales, baja de la productividad.
Atraso y
pobreza.
Sin pretender
el “laissez faire”,
hay que apuntar a respetar la libertad de comercio. El camino
para que
aparezcan los Zuckerberg, los Bill Gates y tantísimos otros;
es ese. No tengan
dudas.
Buenos
Aires, 25 de agosto de
2018
HÉCTOR
BLAS TRILLOla
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