Segunda
Opinión
LA CAÍDA LIBRE ES
IDIOSINCRÁTICA
«No
es por la benevolencia del carnicero, del cervecero y del
panadero que podemos
contar con nuestra cena, sino por su propio interés»
(Adam Smith)
Un reciente
informe del Banco
Mundial elaborado en forma conjunta con la Cámara Argentina de
Comercio (CAC),
señala que entre 1950 y 2016 el país estuvo un
32% de ese lapso con
caída de la
actividad económica. Sólo creció un 2,7% desde ese año. Las
cifras son
elocuentes. Sólo la república del Congo tuvo una performance
peor.
El informe
habla de la necesidad
de hacer reformas estructurales y “poner el acento en el
funcionamiento de las
instituciones” como base para revertir el desarrollo
“negativo” e iniciar lo
que podríamos llamar un ciclo virtuoso.
Coincidimos
básicamente en que es
necesario hacer reformas estructurales en el sentido de lograr
una mayor eficiencia
y mejorar la productividad. Y de hecho, solo con el
funcionamiento integral de
las instituciones puede afianzarse el Estado de Derecho y
lograr la seguridad
jurídica indispensable para crecer en un marco de respeto a
las leyes.
Pero nos parece
fundamental señalar
que para lograr estos objetivos es necesario modificar antes,
de alguna manera,
la idiosincrasia del pueblo argentino, gestada a lo largo de
décadas de
repetición de errores y consignas vacuas.
En
otros trabajos hemos
hablado del intervencionismo y del asistencialismo como parte
del gran problema
idiosincrático que aqueja a nuestro país.
No son sólo
palabras. Desde hace ya
muchos años, incluso antes del ciclo que abarca el trabajo al
que nos
referimos, nuestro pueblo se ha impregnado de creencias y de
actitudes a todas
luces contrarias al objetivo buscado.
Sería imposible
reseñar en un simple
comentario la cantidad de leyes, decretos, resoluciones y
normativa en general
que apuntan a otorgar beneficios y ayudas a los más pobres. Son incontables. Desde todos los planos
posibles se han
establecido criterios que hasta fueron agregados a la
Constitución Nacional en
la reforma del año 1957. Como el salario mínimo vital y móvil.
A su vez, se ha
repetido hasta el cansancio que la inflación es provocada por
empresarios
inescrupulosos que se abusan de los más débiles y que la
evasión o la elusión
de los impuestos es consecuencia de la angurria de avaros y
egoístas que sólo
piensan en ellos mismos.
Hacemos un breve
paréntesis para
señalar que en esta ocasión no nos proponemos analizar temas
como la
corrupción, cuyo daño es evidente. Pero sí decir al menos que
los sistemas
políticos basados en el intervencionismo y la preponderancia
del Estado en la
actividad económica, suelen ser los más propensos a la
generación de bolsones
de corrupción. Contar con la posibilidad de modificar tasas de
interés, tipos
de cambio, o la elección de sectores a los que promover, suele
ser una
tentación muy grande.
En la Argentina
está mal visto ganar
dinero. Es un país en el que dejando de lado que quien gane
dinero lo haga de
manera ilegítima o ilegal. Ganar dinero, y sobre todo mucho
dinero, no es
considerado un acto virtuoso sino más bien al contrario. Suele
partirse de la
base de que quien gana mucho debe andar en algo turbio, o se
abusa de los más
débiles.
Así, el sistema
tributario se ha
gestado sobre la base de que las escalas de alícuotas deben
ser “progresivas”
(“quien más tiene más paga”). La búsqueda de “conquistas
sociales” ha sido una
constante, pese a lo cual el país está como está.
Los sistemas de
ayuda social han
llegado para quedarse. Parece inevitable tener que otorgar
jubilaciones sin
aportes, asignaciones universales por hijo, planes de ayuda
económica, tarifas
sociales, boletos escolares e infinidad de normas pretenden
favorecer a “los
humildes” . Y sin embargo, un país como el nuestro que en 1895
tuvo el ingreso
per cápita más alto del mundo, y que hacia los años 40 ocupaba
el séptimo u
octavo liar, y contaba con un ingreso per cápita más alto que
todo el resto de
América Latina junta, está hoy en el puesto 80 en el mundo.
Las empresas
deben aportar dinero
para las asignaciones familiares. Las leyes laborales y
especialmente las
indemnizaciones por despido no solamente encarecen el costo de
los salarios en
promedio, sino que afectan la ocupación y son una clara
incitación al trabajo
informal. Esto es una realidad incluso en el mismo Estado,
lleno como está de
“contratados”, o sea de monotributistas, que es la forma de
disimular una
relación de dependencia. O los innúmeros ítems “no
remunerativos” que una y
otra vez aparecen en los acuerdos salariales de toda clase y
color.
Los distintos
gobiernos avanzan sobre
las empresas para controlar sus precios, fijar las condiciones
de contratación
de trabajadores, establecer límites a las ganancias y
asegurarse de que
distintas ligas de consumidores se “defiendan” de la leonina
voracidad de los
comerciantes. Obviamente esto es lo que se dice.
A su vez,
distintas organizaciones
“sociales” exigen que todo sea gratuito. Que los remedios sean
baratos. Que las
“prepagas” no suban sus cuotas pero sí atiendan todo tipo de
enfermedades,
incluso muchas crónicas y con medicación costosísima.
Distintos
gobiernos han estigmatizado
a los llamados “formadores de precios”, a las “cadenas de
distribución”, al
“agio y la especulación” y a los “golpes de mercado” y otras
bellezas por el
estilo. Pero ninguno
de tales gobiernos ha
dicho una palabra sobre la responsabilidad que le cabe al
Estado en tanto
lograr tener una moneda sólida y garantizar la seguridad
jurídica.
Una contradicción
explícita es el sistema
tributario vigente. Cargado de mecanismos de retención,
percepción, pagos a
cuenta y anticipos. Escalas “progresivas” y no reconocimiento
el efecto
inflacionario ni del costo administrativo que significa
cumplir con la maraña
burocrática de obligaciones que se le imponen a los
contribuyentes, significan
buena parte de la contribución a la baja productividad en la
Argentina. De cada
peso que el ciudadano ingresa a su bolsillo, prácticamente 60
centavos vuelven
al Estado de una forma u otra. Se dice que 8 millones de
personas que trabajan
formalmente sostienen al resto de los 44
millones de argentinos. Es rigurosamente cierto que más
de la mitad del
ingreso del Estado por los tributos, se gasta en lo que
normalmente se conoce
como ayuda social.
Y, hay que decirlo,
existe desde siempre
un conflicto de intereses entre la política y la economía. O
más bien entre los
políticos y la llamada “ciencia de la escasez”. Un político
suele elaborar su
estrategia de campaña sobre la base de otorgar beneficios,
reducir impuestos,
ayudar a los humildes (no es lo mismo ser humilde que ser
pobre, pero “pega”
mejor hablar de humildad). Por supuesto estas cosas pueden
sumar votos, pero
llevan a la baja productividad, a la pérdida de la cultura del
trabajo, a la
comodidad de recibir dinero gratis, y finalmente a la creencia
de que el Estado
debe ocuparse de nosotros porque tenemos el derecho de que se
ocupe.
Por ese camino lo que
finalmente ocurre
es que el país se endeuda, el déficit se hace enorme, la
ineficiencia y la baja
productividad se anquilosan, y sucede lo que viene sucediendo
en la Argentina
desde hace décadas: la crisis.
Muchos economistas
hablan de los ciclos
económicos y no vamos a discutir eso. Pero es cierto que si la
economía está
sana y la gente ha comprendido cuál es la función de cada uno
dentro del
sistema político económico, cualquier altibajo se suaviza
notablemente.
Creemos que se
entiende bien adónde
apuntamos con todo esto. No existe posibilidad alguna de
crecer si no llegan
capitales. Y no llegarán capitales si se los persigue, si no
se respetan los
contratos, si se violan las leyes, si se confiscan empresas,
etc. Y si llegan
algunos capitales, es porque la tasa de retorno de la
inversión esperada es muy
alta. Porque el riesgo es muy alto. No es lo mismo invertir en
algún país
subdesarrollado de África, que hacerlo en Austria o en Suiza.
Porque el riesgo
no es el mismo.
Ahora bien, luego de
décadas de batir el
parche de las ayudas sociales y de que todo debe ser barato, o
gratuito. Y que
nadie debe ganar mucho dinero y que los empresarios son todos
abusadores y
vivillos que quieren esquilmarnos; esto ha prendido en la
sociedad de una
manera notable. Y esto
es lo que
llamamos la “caída libre idiosincrática”.
Por eso, y volviendo
al inicio de este
trabajo, corresponde hacer notar con muchísimo énfasis, que
toda reforma
estructural es necesario lograr un cambio en la idiosincrasia
de nuestro
pueblo. Un cambio de mentalidad que signifique garantizar el
funcionamiento en
libertad y bajo el imperio de la ley, las instituciones y el
Estado de Derecho.
Y llegar verdaderamente a aplicar los principios de la
equidad, de la igualdad
ante la ley y de la libertad de comercio tal como lo establece
nuestra
Constitución Nacional.
HÉCTOR BLAS TRILLO
Buenos Aires, 8 de
junio de 2019
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