Segunda
Opinión
¿UNA ECONOMÍA
BIMONETARIA?
Lo
que sigue no pretende ser un sesudo análisis académico ni
muchísimo menos. Es antes bien la expresión de una larga
vida cargada de
experiencias, aciertos y frustraciones
Cada
vez más oímos a periodistas, comentaristas, opinadores varios
e incluso
economistas, hablar de la “economía bimonetaria” en que se ha
convertido la
realidad argentina. Nosotros nos permitimos dudar seriamente
de que esta
observación sea correcta. En lo personal pensamos, desde hace
ya muchos años,
que la economía de nuestro país es “unimonetaria”, si podemos
llamarla así.
Sólo que la moneda argentina no es el peso, sino el dólar
norteamericano.
Los
argentinos pensamos,
analizamos, decidimos y nos movemos en torno de la moneda
estadounidense al
menos desde mediados de los años 70. Desde el recordado
“rodrigazo”. Aquel
estallido inflacionario consecuencia del corsé de precios
instalado un par de
años antes por el economista José Ber Gelbard, ministro de
economía del
gobierno de Juan Perón a partir de 1973. El desastre sobrevino
a mediados de
1975, siendo ministro de economía Celestino Rodrigo, que pasó
a la historia
como el responsable de un desastre económico producto de la
irresponsabilidad,
del dogmatismo o de la sumisión a una presión política y que
consistió en creer
que algo tan dinámico como la economía puede ser fotografiado
y el resultado
ser mantenido inmóvil por tiempo indefinido.
Aquel
estallido produjo los
efectos que siempre produce una crisis inflacionaria. Primero
y principal una
inmensa transferencia patrimonial de parte de los acreedores a
los deudores. Y
especialmente hacia el gran deudor de
todos los tiempos: el Estado.
Todas las
deudas contraídas en
pesos sufrieron de inmediato una quita descomunal por la
pérdida de valor de la
moneda. Lo mismo ocurrió con los depósitos bancarios o el
dinero en poder del
público. El desastre ha quedado en el tiempo y sólo los
mayorcitos lo
recordamos, pero hubo gente que perdió literalmente TODO.
Como decimos,
la factura la pagó
el economista Celestino Rodrigo, cuando no era más que un
colaborador del
gobierno de Juan Perón y de su tercera esposa María Estela
Martínez. Desde los
años 40 el general creía que combatiendo “el agio y la
especulación” era
posible contener los precios y hacer con la moneda lo que se
quisiera. O al
menos eso es lo que decía creer.
Un error
dogmático que algunos
retrotraen a los tiempos del emperador Diocleciano, en el
siglo IV de nuestra
era. Aunque otros atribuyen a momentos aún más antiguos de la
vida terrenal. El
error de creer que la moneda es en sí misma un valor y no lo
que realmente es:
un simple pagaré.
Pese al conocimiento
empírico y a la
inmensa cantidad de fracasos a que han conducido siempre los
controles de
precios, los precios máximos, los controles de márgenes de
ganancia y todas las
políticas basadas en asignar por decreto un valor a la moneda
e intentar que
éste se mantenga por deseo del soberano, terminaron igual. Aún hoy, pese a la
cantidad de agua que ha
corrido bajo los puentes de la más pura lógica, se mantienen
entre nosotros
programas como “precios cuidados”, que entre otras cosas
constituyen la más
elocuente confesión de que si no se cuidan, los precios se
dispararían. Y en lugar
de buscar y atacar las causas por las cuales se dispararían,
nuestros políticos
y funcionarios atacan las consecuencias: acuerdan y fijan
precios. Y lo hacen
en pesos. Una moneda que perdió su valor a un ritmo del 50%
por año en 2018, y
no sabemos si bajará del 40% su deterioro en 2019.
Pero veamos
brevemente qué ha
ocurrido en la Argentina no ya desde los años 40, sino desde
1970 en adelante.
El 31 de diciembre de 1969 dejó de existir el peso moneda
nacional y se
instituyó un nuevo peso con dos ceros menos establecido por la
ley 18.188. A
esa modificación siguieron posteriormente la quita de 4 ceros
y la creación del
peso argentino, en el año 1983. Poco después, a mediados de
1985, nuevamente la
moneda perdió 3 ceros
para dar paso al
“austral”, denominación que vino acompañada de la emisión de
billetes del
tamaño del dólar norteamericano y en la que, justamente, el
billete de un
austral, era de color verde. Finalmente, en 1991, una vez más
se recurrió al
cambio de moneda, mediante la quita de otros 4 ceros, para dar
paso al peso que
rige actualmente. Se
mantuvo la idea de
que los billetes tuvieran el tamaño del dólar estadounidense y
se dispuso la
convertibilidad del nuevo peso a dólares al cambio uno a uno.
En realidad, la
ley dispuso que un dólar norteamericano equivalía a 10.000
australes, pero
claramente la idea era otra. Dar la imagen de un peso
equivalente a un dólar,
incluso en su tamaño físico.
Todo esto
significa que en
apenas 21 años la moneda argentina perdió la friolera de 13
ceros. Un peso del año
1992, equivalía (y aún
equivale) a 10 billones de pesos de 1969. Diez millones de
millones. En
números: 10.000.000.000.000
Con todo lo
dramático que ésta
sola enunciación nos muestra, hay algo que es peor, según
nuestra modesta
visión. Y nos
referimos a la búsqueda de
culpables.
Históricamente
en la Argentina
se ha culpado a los empresarios, a los comerciantes, a los
especuladores, a los
agiotistas, a los acaparadores.
A
“alguien más” como se dice en esas penosas traducciones
literales del inglés.
Pero la realidad es muy otra. Los precios no pueden subir 10
billones de veces
(10.000.000.000.000) si no aumenta la cantidad de moneda. Y la
moneda la emite
el Estado.
En la
década del 80 ya
claramente la moneda de referencia, de ahorro, de reserva, era
el dólar
estadounidense. Hubo un tiempo en el que era imposible
adquirir dólares
oficialmente a menos que se compraran unos bonos conocidos
como “Bónex” (Bonos
en moneda extranjera) cuyos cupones se pagaban en esa moneda. Un recordadísimo diputado
radical, César
Jaroslavsky, llegó a proponer el cierre de la calle San
Martín, en el
Microcentro porteño, para evitar la especulación con el dólar,
ya que allí se
encuentran la mayoría de las casas de cambio. Pero nada de eso
evitaba la
realidad: la gente compraba dólares en algún lugar. Años
después, todos
recordarán esto, se recurrió a perros adiestrados para
detectar tenencia de dólares
en los transeúntes. Un absurdo realmente felliniano. Como
antes, como ahora,
como siempre: atacar las consecuencias en lugar de afrontar
las causas y
resolverlas.
El austral
del año 1985, vino
acompañado de un sistema de desagio por el cual las
obligaciones contraídas en
pesos argentinos modificaban su valor dado que la referencia
era la nueva
moneda, y por lo tanto el peso argentino se depreciaba según
la inflación
anterior. Así las cosas, la gente se desprendía de los pesos y
se pasaba al
dólar o a los depósitos a plazo fijo para intentar guarecerse
de la curiosa
novedad. Esto generó una expansión adicional de la base
monetaria, pese a que
se había prometido “no emitir” (igual que ahora), pero no es
el tema de este
breve análisis. Los acreedores en pesos argentinos, seguían
perdiendo todos los
días ante los deudores, y en particular, contra el Estado,
deudor por
autonomasia.
Cuando
finalmente la situación
se hizo insostenible, se desató la hiperinflación, que
nuestros políticos
atribuyeron a un “golpe de mercado” cuando era una realidad
que el déficit
público y los controles de precios se habían vuelto
absolutamente
insostenibles. Otra vez: un “golpe de mercado” significaba
decir que la culpa
la tenía “alguien más”.
Así
siguieron las cosas. Se
aplicó un plan por el cual se entregaron Bónex a 10 años a los
depositantes en
australes al 31 de diciembre de 1989 y se entró en la era de
Carlos Menem y la
llamada convertibilidad de Domingo Cavallo, que ató el nuevo
peso a la moneda
norteamericana. Este nuevo esquema fue exitoso en tanto hubo
financiamiento
externo para sostener el esquema. Pero finalmente colapsó,
luego de un larga
etapa en la que se crearon las llamadas “cuasimonedas” (dado
que la emisión sin
respaldo estaba prohibida por ley), se llegó al llamado
“corralito” y
finalmente al “corralón” y el recordado “el que deposító
dólares recibirá
dólares” de Eduardo Duhalde.
Lo que siguió
suponemos que está
en la mente de todos quienes nos leen. Se salió de la
convertibilidad
proponiendo un tipo de cambio de $ 1,40 por dólar, y al mes el
billete verde
costaba en torno de los 4 pesos.
Todos los
pesos convertibles en
poder del público y en los bancos o donde fuere, jamás fueron
reconocidos como
tales. En buen romance: el “pagaré” que decía que por cada
peso se entregaría
un dólar perdió su validez. Y lo más curioso es que nadie
reclamó. Porque se
reclamaron diferencias por depósitos “pesificados”, por
ejemplo, pero nadie fue
con un peso o con muchos a reclamarle al Estado pidiendo que
le reconocieran la
diferencia de valor.
Mientras el
dólar subía a 4 pesos
luego de los supuestamente sesudos cálculos econométricos que
habían
determinado un tipo de cambio de 1,40, muchos economistas
presagiaban un dólar
a 10 pesos hacia fin de ese año (2002). Estos economistas
fueron blanco de
críticas por haber errado su pronóstico. Hubo burlas
provenientes de políticos
especialmente, pero también de economistas afines al gobierno
de ese momento,
que trataban de “genios” o de “cráneos” a quienes habían
fallado en su
pronóstico. Pero nadie, absolutamente nadie, jamás dijo una
palabra acerca de
que la salida de la convertibilidad anunciada por Remes
Lenicov, ministro de
economía de Eduardo Duhalde, con un tipo de cambio de $ 1,40
se había
convertido en una tragicomedia en un mes. Entre los 4 pesos
que llegó a costar
el dólar y los 10 pesos presagiados, hay un 150% a lo largo de
10 meses. Entre
$ 1,40 y $ 4.- hay un 185% en sólo un mes. Los que presagiaban
lo primero, eran
“genios”, pero quien afirmó que la cotización de 1,40 era la
correcta, no
mereció un solo comentario crítico.
Comprendemos
que este último
tramo puede resultar un poco engorroso y a la vez triste. Pero
muestra la
realidad. Quienes esperan que alguien les explique lo que
pasa, se encuentra
con estas chicanas, incoherencias y falsedades.
La realidad
es que nadie podía
saber a cuánto se iría el tipo de cambio porque eso dependía
de múltiples
factores. La economía es una ciencia social
. Y cuando
llegó Roberto Lavagna,
el país hacía rato que estaba en default y que el Estado había
licuado todos
sus pasivos de manera más que dramática. A costa de los
acreedores, claro está.
Finalmente
llegamos al “cepo”,
negado por la presidenta de la República nada menos que en
Harvard. Y así, a
los tumbos, hasta el día de hoy. Como antes, como ahora, como
siempre, las
tasas de interés intervenidas por el Banco Central, la “banda
cambiaria”, la
búsqueda de dólares para “bancar” la demanda. Y los capitales
“golondrina” que
son una consecuencia del manejo de las tasas de interés, para
financiar el
déficit e intentar sostener un tipo de cambio “manejable”.
Muy bien, con
todos estos
antecedentes, ¿alguien tiene alguna duda de por qué la
población piensa y
ahorra en dólares tanto como pueda? ¿Y por qué razón se dice
entonces que acá
hay una “cultura del dólar”, una psicosis? ¿Acaso la
preferencia por el dólar
es algo así como una fiebre producto de algún virus extraño?
¿Una enfermedad?
No. Es la
consecuencia de lo que
aquí muy brevemente tratamos de recopilar. Nadie confía en el
peso argentino,
señores. Y no de ahora, no desde que está este gobierno, sino
a lo largo de
varias décadas.
Entonces, la
cuestión sería así:
Mientras el Estado nos obliga a manejarnos en pesos de curso
forzoso, cuando
podemos optar pensamos en dólares. Ahorramos en dólares. Nos
aseguramos con
dólares.
Por eso, no
es tan complicado
admitir que en realidad, nuestra economía hace rato que está
dolarizada. Pero
el Estado no quiere perder la cuota de financiamiento que le
genera la tasa de
inflación (entre otras cosas) a la que pomposamente llama
“política económica”.
Pero tanto gobernantes como gobernados sabemos de memoria que
la moneda
argentina es, hoy por hoy, y
nos guste o
no, el dólar estadounidense.
HÉCTOR BLAS TRILLO
Buenos Aires, 2 de
abril de 2019
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