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viernes, 30 de agosto de 2019

Segunda Opinión

¿UNA ECONOMÍA BIMONETARIA?



         Lo que sigue no pretende ser un sesudo análisis académico ni muchísimo menos. Es antes bien la expresión de una larga vida cargada de experiencias, aciertos y frustraciones



              Cada vez más oímos a periodistas, comentaristas, opinadores varios e incluso economistas, hablar de la “economía bimonetaria” en que se ha convertido la realidad argentina. Nosotros nos permitimos dudar seriamente de que esta observación sea correcta. En lo personal pensamos, desde hace ya muchos años, que la economía de nuestro país es “unimonetaria”, si podemos llamarla así. Sólo que la moneda argentina no es el peso, sino el dólar norteamericano.

              Los argentinos pensamos, analizamos, decidimos y nos movemos en torno de la moneda estadounidense al menos desde mediados de los años 70. Desde el recordado “rodrigazo”. Aquel estallido inflacionario consecuencia del corsé de precios instalado un par de años antes por el economista José Ber Gelbard, ministro de economía del gobierno de Juan Perón a partir de 1973. El desastre sobrevino a mediados de 1975, siendo ministro de economía Celestino Rodrigo, que pasó a la historia como el responsable de un desastre económico producto de la irresponsabilidad, del dogmatismo o de la sumisión a una presión política y que consistió en creer que algo tan dinámico como la economía puede ser fotografiado y el resultado ser mantenido inmóvil por tiempo indefinido.

              Aquel estallido produjo los efectos que siempre produce una crisis inflacionaria. Primero y principal una inmensa transferencia patrimonial de parte de los acreedores a los deudores. Y especialmente hacia el gran deudor  de todos los tiempos: el Estado.

              Todas las deudas contraídas en pesos sufrieron de inmediato una quita descomunal por la pérdida de valor de la moneda. Lo mismo ocurrió con los depósitos bancarios o el dinero en poder del público. El desastre ha quedado en el tiempo y sólo los mayorcitos lo recordamos, pero hubo gente que perdió literalmente TODO.

              Como decimos, la factura la pagó el economista Celestino Rodrigo, cuando no era más que un colaborador del gobierno de Juan Perón y de su tercera esposa María Estela Martínez. Desde los años 40 el general creía que combatiendo “el agio y la especulación” era posible contener los precios y hacer con la moneda lo que se quisiera. O al menos eso es lo que decía creer.

              Un error dogmático que algunos retrotraen a los tiempos del emperador Diocleciano, en el siglo IV de nuestra era. Aunque otros atribuyen a momentos aún más antiguos de la vida terrenal. El error de creer que la moneda es en sí misma un valor y no lo que realmente es: un simple pagaré.

              Pese al conocimiento empírico y a la inmensa cantidad de fracasos a que han conducido siempre los controles de precios, los precios máximos, los controles de márgenes de ganancia y todas las políticas basadas en asignar por decreto un valor a la moneda e intentar que éste se mantenga por deseo del soberano, terminaron igual.  Aún hoy, pese a la cantidad de agua que ha corrido bajo los puentes de la más pura lógica, se mantienen entre nosotros programas como “precios cuidados”, que entre otras cosas constituyen la más elocuente confesión de que si no se cuidan, los precios se dispararían. Y en lugar de buscar y atacar las causas por las cuales se dispararían, nuestros políticos y funcionarios atacan las consecuencias: acuerdan y fijan precios. Y lo hacen en pesos. Una moneda que perdió su valor a un ritmo del 50% por año en 2018, y no sabemos si bajará del 40% su deterioro en 2019.

              Pero veamos brevemente qué ha ocurrido en la Argentina no ya desde los años 40, sino desde 1970 en adelante. El 31 de diciembre de 1969 dejó de existir el peso moneda nacional y se instituyó un nuevo peso con dos ceros menos establecido por la ley 18.188. A esa modificación siguieron posteriormente la quita de 4 ceros y la creación del peso argentino, en el año 1983. Poco después, a mediados de 1985, nuevamente la moneda perdió  3 ceros para dar paso al “austral”, denominación que vino acompañada de la emisión de billetes del tamaño del dólar norteamericano y en la que, justamente, el billete de un austral, era de color verde. Finalmente, en 1991, una vez más se recurrió al cambio de moneda, mediante la quita de otros 4 ceros, para dar paso al peso que rige actualmente.  Se mantuvo la idea de que los billetes tuvieran el tamaño del dólar estadounidense y se dispuso la convertibilidad del nuevo peso a dólares al cambio uno a uno. En realidad, la ley dispuso que un dólar norteamericano equivalía a 10.000 australes, pero claramente la idea era otra. Dar la imagen de un peso equivalente a un dólar, incluso en su tamaño físico.

               Todo esto significa que en apenas 21 años la moneda argentina perdió la friolera de 13 ceros.  Un peso del año 1992, equivalía (y aún equivale) a 10 billones de pesos de 1969. Diez millones de millones. En números: 10.000.000.000.000 

                Con todo lo dramático que ésta sola enunciación nos muestra, hay algo que es peor, según nuestra modesta visión.  Y nos referimos a la búsqueda de culpables.

                Históricamente en la Argentina se ha culpado a los empresarios, a los comerciantes, a los especuladores, a los agiotistas, a los acaparadores.  A “alguien más” como se dice en esas penosas traducciones literales del inglés. Pero la realidad es muy otra. Los precios no pueden subir 10 billones de veces (10.000.000.000.000) si no aumenta la cantidad de moneda. Y la moneda la emite el Estado.

                En la década del 80 ya claramente la moneda de referencia, de ahorro, de reserva, era el dólar estadounidense. Hubo un tiempo en el que era imposible adquirir dólares oficialmente a menos que se compraran unos bonos conocidos como “Bónex” (Bonos en moneda extranjera) cuyos cupones se pagaban en esa moneda.  Un recordadísimo diputado radical, César Jaroslavsky, llegó a proponer el cierre de la calle San Martín, en el Microcentro porteño, para evitar la especulación con el dólar, ya que allí se encuentran la mayoría de las casas de cambio. Pero nada de eso evitaba la realidad: la gente compraba dólares en algún lugar. Años después, todos recordarán esto, se recurrió a perros adiestrados para detectar tenencia de dólares en los transeúntes. Un absurdo realmente felliniano. Como antes, como ahora, como siempre: atacar las consecuencias en lugar de afrontar las causas y resolverlas.

                El austral del año 1985, vino acompañado de un sistema de desagio por el cual las obligaciones contraídas en pesos argentinos modificaban su valor dado que la referencia era la nueva moneda, y por lo tanto el peso argentino se depreciaba según la inflación anterior. Así las cosas, la gente se desprendía de los pesos y se pasaba al dólar o a los depósitos a plazo fijo para intentar guarecerse de la curiosa novedad. Esto generó una expansión adicional de la base monetaria, pese a que se había prometido “no emitir” (igual que ahora), pero no es el tema de este breve análisis. Los acreedores en pesos argentinos, seguían perdiendo todos los días ante los deudores, y en particular, contra el Estado, deudor por autonomasia.

               Cuando finalmente la situación se hizo insostenible, se desató la hiperinflación, que nuestros políticos atribuyeron a un “golpe de mercado” cuando era una realidad que el déficit público y los controles de precios se habían vuelto absolutamente insostenibles. Otra vez: un “golpe de mercado” significaba decir que la culpa la tenía “alguien más”.

               Así siguieron las cosas. Se aplicó un plan por el cual se entregaron Bónex a 10 años a los depositantes en australes al 31 de diciembre de 1989 y se entró en la era de Carlos Menem y la llamada convertibilidad de Domingo Cavallo, que ató el nuevo peso a la moneda norteamericana. Este nuevo esquema fue exitoso en tanto hubo financiamiento externo para sostener el esquema. Pero finalmente colapsó, luego de un larga etapa en la que se crearon las llamadas “cuasimonedas” (dado que la emisión sin respaldo estaba prohibida por ley), se llegó al llamado “corralito” y finalmente al “corralón” y el recordado “el que deposító dólares recibirá dólares” de Eduardo Duhalde.

              Lo que siguió suponemos que está en la mente de todos quienes nos leen. Se salió de la convertibilidad proponiendo un tipo de cambio de $ 1,40 por dólar, y al mes el billete verde costaba en torno de los 4 pesos.

              Todos los pesos convertibles en poder del público y en los bancos o donde fuere, jamás fueron reconocidos como tales. En buen romance: el “pagaré” que decía que por cada peso se entregaría un dólar perdió su validez. Y lo más curioso es que nadie reclamó. Porque se reclamaron diferencias por depósitos “pesificados”, por ejemplo, pero nadie fue con un peso o con muchos a reclamarle al Estado pidiendo que le reconocieran la diferencia de valor.

              Mientras el dólar subía a 4 pesos luego de los supuestamente sesudos cálculos econométricos que habían determinado un tipo de cambio de 1,40, muchos economistas presagiaban un dólar a 10 pesos hacia fin de ese año (2002). Estos economistas fueron blanco de críticas por haber errado su pronóstico. Hubo burlas provenientes de políticos especialmente, pero también de economistas afines al gobierno de ese momento, que trataban de “genios” o de “cráneos” a quienes habían fallado en su pronóstico. Pero nadie, absolutamente nadie, jamás dijo una palabra acerca de que la salida de la convertibilidad anunciada por Remes Lenicov, ministro de economía de Eduardo Duhalde, con un tipo de cambio de $ 1,40 se había convertido en una tragicomedia en un mes. Entre los 4 pesos que llegó a costar el dólar y los 10 pesos presagiados, hay un 150% a lo largo de 10 meses. Entre $ 1,40 y $ 4.- hay un 185% en sólo un mes. Los que presagiaban lo primero, eran “genios”, pero quien afirmó que la cotización de 1,40 era la correcta, no mereció un solo comentario crítico.

               Comprendemos que este último tramo puede resultar un poco engorroso y a la vez triste. Pero muestra la realidad. Quienes esperan que alguien les explique lo que pasa, se encuentra con estas chicanas, incoherencias y falsedades.

               La realidad es que nadie podía saber a cuánto se iría el tipo de cambio porque eso dependía de múltiples factores. La economía es una ciencia social

            . Y cuando llegó Roberto Lavagna, el país hacía rato que estaba en default y que el Estado había licuado todos sus pasivos de manera más que dramática. A costa de los acreedores, claro está.

               Finalmente llegamos al “cepo”, negado por la presidenta de la República nada menos que en Harvard. Y así, a los tumbos, hasta el día de hoy. Como antes, como ahora, como siempre, las tasas de interés intervenidas por el Banco Central, la “banda cambiaria”, la búsqueda de dólares para “bancar” la demanda. Y los capitales “golondrina” que son una consecuencia del manejo de las tasas de interés, para financiar el déficit e intentar sostener un tipo de cambio “manejable”.

              Muy bien, con todos estos antecedentes, ¿alguien tiene alguna duda de por qué la población piensa y ahorra en dólares tanto como pueda? ¿Y por qué razón se dice entonces que acá hay una “cultura del dólar”, una psicosis? ¿Acaso la preferencia por el dólar es algo así como una fiebre producto de algún virus extraño? ¿Una enfermedad?

              No. Es la consecuencia de lo que aquí muy brevemente tratamos de recopilar. Nadie confía en el peso argentino, señores. Y no de ahora, no desde que está este gobierno, sino a lo largo de varias décadas.

              Entonces, la cuestión sería así: Mientras el Estado nos obliga a manejarnos en pesos de curso forzoso, cuando podemos optar pensamos en dólares. Ahorramos en dólares. Nos aseguramos con dólares.

              Por eso, no es tan complicado admitir que en realidad, nuestra economía hace rato que está dolarizada. Pero el Estado no quiere perder la cuota de financiamiento que le genera la tasa de inflación (entre otras cosas) a la que pomposamente llama “política económica”. Pero tanto gobernantes como gobernados sabemos de memoria que la moneda argentina es, hoy por hoy,  y nos guste o no, el dólar estadounidense.









                            



HÉCTOR BLAS TRILLO                                                                                                        Buenos Aires, 2 de abril de 2019

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