A fines de los años 50, los chicos que como yo jugaban en las calles de tierra de un barrio suburbano, tenían características muy semejantes que puden verse aún en viejas películas argentinas surgidas de los estudios de "Argentina Sono Film".
Todos éramos iguales al chico de la aquella famosa Chamarrita, de Carbajal Pruzzo, muy conocida como "Chiquillada" en la versión de Leonardo Favio, que ni de lejos fue la única (entre otros hay una interesantísima versión de Jorge Cafrune).
Volver a aquel pasado, tan efímero que los versos de Antonio Machado lo diluyen más rápido aún, es una emocionante experiencia cargada de nostalgia, de melancolía, a la que era tan apegado el poeta sevillano. O nuestro César Fernández Moreno y sus recordados versos donde nos recuerda que "todos barajábamos los mismos cubitos de mármos sobre el torso de la misma mano", es decir jugábamos "a las piedritas", como decíamos nosotros.
Pensándolo a través del tiempo, uno no puede menos que sentir una especie de vacío. Viendo a mis hijos con sus juegos de hoy, su compu, su "play", sus naipes japoneses, observo la distancia, de la que casi no tomo nota en mi vida cotidiana.
Nuestros juegos eran juegos de grupo. De varios. Las escondidas, las bolitas, el balero o el tejo. Todos incorporaban a todos.
Había un juego que llamábamos el "hoyo pelota", otro que llamábamos el "rango y mida" y un tercero que denominábamos "el vigil" que en realidad era el "vigilante y el ladrón".
Pero no es la intención revisar todos esos juegos y tantos otros (la "tusa", las carreras de autitos, el trompo, las distintas variantes del balero, el triángulo, etc), sino recordar a vuelapluma alguna de esas tardes de verano en las que con mis amigos jugábamos hasta quedar literalmente exhaustos.
En pleno verano, solíamos andar en pantaloncitos cortos con elástico. Ya no se usaban los tiradores. Y con el torso desnudo. Cazábamos mariposas desde muy temprano mediante el uso de unas ramas que crecían junto a los zanjones o las lagunas y que, si bien le hacían algún daño a los pobre bichos, por lo general sólo las atontaban o les "podaban" alguna ala. Usábamos zapatillas "Pampero" ("la marca que más se vende", era su eslogan) sin medias. Cuando jugábamos al fútbol en las "5 canchas" de Caraza, yo en particular jugaba descalzo, ya que de lo contrario las zapatillas se hacían bolsa y mi madre me mataba. Y por supuesto que no teníamos botines. Jugar con pelota de tiento era un sueño. Pero esas pelotas eran pesadísimas (especialmente mojadas por la lluvia o por el rocío de las mañanas) y los pies me quedaban hinchados y doloridos. Pero cómo disfrutábamos.
Los veranos eran la gloria para nosotros. Desde el final de las clases hasta el comienzo a principios de marzo teníamos casi 3 meses para simplemente jugar en la calle, en el ¨"potrerito" en el "parque Udabe" o en las 5 Canchas ya citadas.
Los chicos de ese entonces y de mi barrio eran en general bastante pobres. De manera que no había grandes lujos y conseguir una pelota por ejemplo no era fácil. Por eso a veces la hacíamos con medias de mujer y trapos viejos.
También solíamos hacer barriletes. Y yo tenía un amigo cuyos padres tenían una zapatería y él le afanaba el hilo del carretel con el que se ataban las cajas en las ventas. Pero ese hilo era "número 3" y no aguantaba los barriletes grandes, porque se cortaba. Para esos hacía falta el "número 5" e incluso el "número 6". Pero para llegar a eso había que tener plata y comprarlo.
Al hilo yo le ponía cera dura, que me daba mi papá y que él usaba precisamente para eso, para encerar el hilo con el que cosía los zapatos o las lonas. Así, el hilo no se pudría, era más resistente y por lo tanto duraba más.
Creo que me fui un poco por las ramas de una historia que tal vez ni interese. Pero es que hoy sentí nuevamente los recuerdos y finalmente caí en explicaciones.
Nuestra vida infantil era una vida callejera. Ahora pretendo recordar el verano, pero también lo era en invierno.
Trepar los grandes eucaliptus u otros árboles. Pescar "pescaditos" (a los que llamábamos azulejos) o ranas. Cuando anochecía cazar "bichitos de luz" (es decir, luciérnagas). Colarnos en los tranvías. En el tren del Belgrano para colarnos luego en La Salada (sí, ese lugar donde hoy todo el mundo vende de todo todo en negro y sin que ninguna autoridad lo desautorice). Allí había unas piletas fabulosas para nosotros. En ellas aprendí a nadar. Tendría unos 8 o 9 años.
Otra diversión era ir caminando hasta la estación Lanús (unas 20 cuadras de mi casa) y tirar cosas en las chimeneas de las máquinas de vapor desde el paso para peatones por encima de las vías. Allí, las máquinas prácticamente se detenían y entonces arrojábamos desde naranjas salvajes que arrancábamos de los árboles hasta tomates que robábamos de algún almácigo. Hasta que el guarda de la estación nos corría al grito de ¡atorrantes, sinvergüenzas!!!. Lo éramos. Pero nuestras "maldades" no excedían una lógica casi cariñosa hacia las "víctimas". Por ejemplo: tirar piedras sobre techos de chapa era sumamente divertido para nosotros. Los dueños de esas casas nos corrían a puteadas. Pero en verdad no les rompíamos nada, excepto las bolas, claro está. Sobre todo a la hora de la siesta.
Mi mamá tenía por costumbre exigir que volviéramos a casa cuando se encendían las luces de la calle. Por lo tanto, tanto mi hermano mayor como yo desde donde estuviéramos volvíamos corriendo a casa a esa hora incierta del anochecer. Si no, había quilombo, claro.
Antes de eso, teníamos que tomar la leche, lo cual ocurría alrededor de las 5 de la tarde. Si me preguntan hoy cómo sabíamos cuándo eran las cinco, la verdad es que no lo recuerdo. Sí recuerdo el mediodía, porque sonaban las campanas de la Iglesia. A las 12 a casita para almorzar.
Hubo una época en la que se cortaba la luz con suma frecuencia (cuándo no). Nosotros éramos "sector Lanús B" y se publicaba en el diario el corte programado. Para mí era una inmensidad de felicidad que se cortara la luz, porque eso nos permitía salir de noche y seguir jugando. Mi madre nos dejaba incluso después de cenar. Y si había Luna llena era más lindo todavía.
Algunas de estas cosas sé que las he contado. Otras ni lo recuerdo, pero me place contarlas aunque sean repetidas.
Otro día sigo.
Hetitor.
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