El Ágora (28/2/12)
TREN DE VIDA
La
desgracia ferroviaria
ocurrida la semana
pasada debe mover a la reflexión de la dirigencia argentina en
general.
En la Argentina actual se ha
generalizado la
idea de que los subsidios a “los que menos tienen” son una
especie de solución
universal para el problema
de la pobreza
y la marginalidad, cuando en realidad es todo lo contrario.
No vamos a repetir acá todo
cuanto se ha
dicho de la tragedia del tren chocando contra unos paragolpes
totalmente
inútiles en la estación Once. Sólo la tomamos como referencia.
Existen ciertos parámetros que
son
considerados válidos a derecha e izquierda de la política
argentina.
Continuamente se repite el adagio según el cual el Estado debe
ocuparse de los
más humildes y repartir subsidios, asignaciones y ayudas
diversas para paliar
la situación en que se encuentran las personas en dificultades.
También se
repiten consignas tales como que deben pagar más los que más
tienen (más que
proporcionalmente, es decir con tasas progresivas de impuestos)
e incluso que
las personas de menores recursos no deberían pagar absolutamente
nada para
sostener al Estado.
Precisamente este modo de
pensar ha sido la
base por la cual el actual régimen político se ha encaramado al
tope de las
preferencias populares repartiendo toda clase de ayudas y
vanagloriándose de
ello hasta el cansancio.
La desgracia ferroviaria ha
estallado en las
manos de no pocos de tales dicentes, que ahora salen a como dé
lugar a buscar
culpables, cuando en verdad los culpables forman parte del
esquema ideológico
vigente en forma mayoritaria.
Que un boleto de tren entre
Caballito y Ramos
Mejía cueste 80 centavos es un absurdo, no una ayuda. Que la
gente se amontone
en los andenes y vagones para viajar por unas pocas monedas dado
que el
transporte en ómnibus o por otros medios es sensiblemente más
caro (aún con sus
propios subsidios) es una realidad. Que no se hace un
mantenimiento adecuado de
las formaciones ferroviarias está a la vista de todo el mundo
todos los días
(puertas abiertas, suciedad creciente, fallas mecánicas que
impiden la
continuación del viaje, etc.)
Poder observar el problema
desde una
dimensión probablemente diferente y tal vez más realista podría
ayudar y mucho.
Pero tenemos el problema de que deberemos caer en aquello que
políticamente no
es correcto.
En la Argentina actual los
subsidios y las
ayudas de todo tipo subsumen a buena parte de la población y
conforman un
aglomerado político dependiente inadmisible desde el punto de
vista de la
genuina democracia republicana. Lo que está ocurriendo con la
tarjeta SUBE es
clara prueba de ello. La gente se desespera por obtenerla para
mantener una
ayuda por una necesidad que ha sido generada por el propio
sistema imperante.
El Estado,
agobiado por el
crecimiento del gasto, entró ahora en la etapa de un ajuste
leonino que no
puede disimular, excepto tratando de cargar los costos entre
“los que más
tienen” y buscando excluir de tal carga a quienes “tienen menos”.
Pero la
verdad es que el valor
de los bienes y los servicios es uno solo y no cambia según
quien sea el
consumidor. Y buscar que unos no lo paguen y que otros lo paguen
en exceso no
es solo una violación al principio de igualdad ante la ley, sino
una forma de
hacer que unos disfruten o utilicen lo que pagan otros,
desalentando a éstos
últimos y alentando a los primeros en una rueda prebendaría
interminable.
El problema de
fondo es bastante
más directo y fácil de analizar sin caer en esta verdadera
trampa igualitaria
que sólo conduce a la salida de capitales y al anquilosamiento
de la ayuda y de
los gobernantes que la otorgan.
¿Cuál es la razón
por la que la
gente gana poco? ¿Por qué motivo el crecimiento de la economía
en estos años no
ha originado mayores salarios en toda la población? ¿Cuál es el
esquema pensado
para salir de los subsidios y terminar con la dependencia
política y económica
del poder de turno en un plazo breve? Éstas preguntas, y otras
por el estilo,
tienen respuesta. Pero esa respuesta se omite o se diluye en la
búsqueda de culpables
y en discursos de ocasión, generalmente lastimeros y
perdonavidas.
Hasta hace algunos
años, los
subsidios eran prácticamente inexistentes y la gente abonaba
tarifas
virtualmente de mercado. Hubo una crisis económica basada en el
control del
tipo de cambio que terminó estallando como todos sabemos. Pero
el control del
tipo de cambio no estaba vinculado con el sostenimiento de
subsidios sino con
la llamada convertibilidad. Una convertibilidad que entre otras
cosas sigue
vigente cuando impide la indexación de contratos y balances.
¿Por qué razón el
crecimiento de la
economía luego de la debacle de 2001 no significó la
desaparición lisa y llana
de cualquier subsidio que se hubiera creado y por el contrario
se llegó a
cifras astronómicas en esta materia? ¿No es llamativo que el
crecimiento
aumente el problema en lugar de resolverlo?
El sistema económico
imperante se ha
basado en el cierre progresivo de la economía, en el tipo de
cambio diferencial
para que los exportadores agrícolas cedan buena parte de sus
ingresos al Estado
y éste se haga cargo de repartir subsidios y ayudas de todo
tipo. La industria
local se ha atrasado progresivamente en materia tecnológica y su
rendimiento es
bastante menor precisamente por ese motivo, razón por la cual el
país no está
en condiciones en muchos aspectos de colocar en el exterior
productos
manufacturados o de cierto nivel de tecnología. El eterno
déficit comercial
con Brasil es una clara
muestra de lo
que decimos. Ese país no
ha basado su
economía en el sostenimiento de un tipo de cambio
artificialmente alto y tampoco
ha declarado un default , pero sigue
vendiéndonos mucho más de lo que nos compra.
El cierre de la
economía provoca atraso
y encarecimiento. Y el atraso y el encarecimiento se palia con
subsidios. Y esto es
visto como beneficioso cuando en
verdad implica atraso industrial y también agrícola ganadero,
porque las
llamadas “retenciones” a las exportaciones afectan el
crecimiento del sector
más pujante y dinámico de la economía argentina.
Los sueldos no suben
si no aumenta la
productividad y ésta a su vez es hija dilecta de la mejora
tecnológica y la
inversión. Y ésta última no llega si no hay seguridad jurídica,
y la primera
tampoco llega si no es posible importarla (sea por el tipo de
cambio muy alto o
porque se prohíbe la importación lisa y llanamente).
¿Cómo repercute en
definitiva toda esta
maraña intervencionista y voluntarista en el transporte
ferroviario? Muy simplemente:
con falta de inversiones por falta de recursos y el consiguiente
deterioro del
material rodante y de las instalaciones en general.
En la Argentina esto
no es nuevo y hay
que decirlo. Durante varias décadas se plantearon esquemas
similares aprobados
por la mayoría de la población y particularmente por la
dirigencia política.
Las llamadas “tarifas
políticas” hundieron
en la desinversión no solamente a los ferrocarriles sino también
a la
telefonía, al servicio de agua corriente y también al de
combustibles
especialmente domiciliarios. No hay que olvidarse que el país
fue importador de
gas entre 1962 y 1992 aproximadamente, para pasar después a ser
exportador de
ese producto hasta que la situación se
revirtió a comienzos de los años 2000.
Cuando la señora
presidenta habla de los
10 mil millones de dólares que se importaron de combustibles en
el último año
atribuye el hecho al crecimiento del país y a la falta de
inversiones de los
productores petroleros. Pero no aclara que ha habido una merma
creciente en la
producción de combustibles y que la desinversión tiene su origen
claramente en
la política intervencionista y fijadora
de
tarifas. El enfrentamiento actual con la petrolera YPF, que
hasta ayer nomás
era la niña mimada, nos exime de mayores explicaciones en este
sentido.
Ahora bien, ¿cuál ha
sido la razón para
sostener durante años tarifas políticas? Porque todos recordamos
que las
empresas públicas eran absolutamente deficitarias por lo cual
era imperioso
ajustar los valores. El fondo del problema es el mismo que el
que actualmente
se da.
Cobrar
barato por
los servicios ofrece réditos políticos. Y si el déficit hay que
cubrirlo con
emisión de moneda, y tal emisión genera inflación, le echaremos
al culpa a los “empresarios
inescrupulosos” de ello.
En todo cuanto hemos
comentado hasta
aquí, no hemos hecho una referencia a posibles actos de
corrupción en el pago
de los subsidios a empresas concesionarias. Pero es un tema del
que mucho se ha
hablado y escrito también.
No es tan difícil
auditar tales
subsidios para conocer el destino final de los fondos y su
adecuada
utilización. ¿Se ha hecho esto en todos estos años? No sabemos
que se hubiera
producido ni un solo desvío de fondos ni que se haya detectado
ninguna
anomalía. ¿No es llamativo? Porque todos sabemos en qué país
vivimos y qué
incentivo enorme para cualquier corruptela es que el Estado
transfiera miles de
millones de pesos a empresas o empresarios amigos del poder de
turno puestos a
cargo de concesiones. Basta ver lo ocurrido, por ejemplo, con el
caso
Schoklender.
En estos días se
recordó un informe de la
Auditoría General de la Nación de hace algunos años sobre fallas
en el servicio
del ferrocarril Sarmiento, pero únicamente vinculado con el
material rodante y
no con el uso correcto de los fondos.
Al momento de escribir
estas líneas, el
gobierno está anunciando la intervención estatal en las
concesiones del
ferrocarril Sarmiento y del Mitre, porque ambos pertenecen a TBA e
intervenir a uno y no
al otro hubiera sido bastante incoherente.
Pero ¿no es el propio
Estado –y por ende
el gobierno- el encargado de controlar y auditar el servicio?
¿cambia en algo
esta relación por el hecho de “intervenir” a una concesionaria
que debe cumplir
un contrato que a su vez debe ser auditado de modo permanente
por el Estado?
Volvemos al comienzo de este
comentario. El
problema de fondo es que debemos terminar con la idea de que el
distribucionismo a
cargo de los
políticos de turno es la solución a alguno de los problemas
sociales (y hasta
existenciales) que nos aquejan. Es todo lo contrario y hay una
historia entera
detrás.
Ahuyentar al que
produce y favorecer el
clientelismo no puede sino conducir al desastre. Eso es lo que
ha ocurrido. Y
mucho nos tememos que no será la última vez.
HÉCTOR BLAS TRILLO
Buenos
Aires, 28 de febrero de
2012
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