El Ágora
Es evidente que el gobierno ha
recibido con un gran
nerviosismo el cacerolazo del 13 de setiembre.
Por un lado se comenta que hubo pedidos para que los
canales de
televisión oficialistas no difundieran imágenes, hasta que la
manifestación
(que sí era difundida por los canales del grupo Clarín) se hizo
multitudinaria
y no quedó más remedio.
Como se sabe, el silencio oficial
duró bastante tiempo. De
hecho, la señora presidenta nunca habló del asunto.
Como suele ocurrir, cuando se
definió el camino a seguir,
salieron las voces de los funcionarios más conspicuos a escupir
insultos y
ofensas hacia los manifestantes. Ni vale la pena repetirlas
porque todos las
conocen. Sí vale la pena tener presente el resultado.
En las cercanías del poder ejecutivo
las cosas se pusieron
muy pesadas. Hubo discusiones, reproches y búsqueda de culpables
(recuérdese
que se habló de Echegaray, el funcionario a cargo de la AFIP, y
que después fue
echada una funcionaria de ese organismo, supuestamente encargada
de los
“cuestionarios” enviados a los countries).
Desde organizaciones para
gubernamentales, como por ejemplo
Abuelas de Plaza de Mayo, surgió su titular afirmando aquello de
la gente “bien
vestida”, emulando a Horacio González (director de la Biblioteca
Nacional que
cobró cierta fama por haber enviado una carta a la presidenta en
su momento
para censurar a Mario Vargas Llosa en la Feria del Libro). La
señora de
Carlotto olvidó que la función de la organización que preside es
la de buscar
chicos nacidos de madres en cautiverio durante la última
dictadura para
devolverles su identidad y entregarlos a sus familiares. Olvidó
que tal vez
entre tales familiares también hay gente “bien vestida” que
asistió a la
marcha. El nerviosismo juega esas malas pasadas.
Es sabido, hoy por hoy, que en
muchos pueblos y ciudades del
Gran Buenos Aires y del Interior se manifestó mucha gente. Esas
imágenes
prácticamente no se vieron. Pero sí las vieron los intendentes y
los
gobernadores. Y aún los más oficialistas se han
alterado bastante. Lo mismo ha pasado con diputados y
senadores.
En general los políticos no
oficialistas han asumido una
actitud que podríamos resumir como un “yo no fui”. Es decir,
como que con ellos
no fue la cosa. Aunque ellos también son culpables de lo que
ocurre.
No todo el país está en manos del
oficialismo nacional. Hay
gobernaciones díscolas. Hay muchísimas intendencias en manos de
otros partidos.
Son muchos los que reciben de rebote los barquinazos.
Lo que puede decirse es que el
hartazgo de mucha gente ha
salido a la calle. Y que eso está referido a toda la clase
política. Sin
excepciones.
En un arranque casi de ira, desde
ciertos sectores del
oficialismo se intentó organizar una especie de contramarcha, a
convocarse por
medio de esas organizaciones para gubernamentales de dudoso
origen democrático,
tipo La Cámpora o “Unidos y Organizados”.
Evidentemente la orden fue la de
desactivar semejante
“emprendimiento”. Era obvio que de inmediato las redes sociales
y los medios no
oficiales comenzarían a difundir las imágenes de los colectivos
de escolares
estacionados en la avenida 9 de Julio y a hacer referencia a la
falta de
espontaneidad. Porque todo el mundo sabe que hace ya muchos años
que acá no hay
manifestación oficial que sea espontánea. Ni los gobernantes ni
los sindicatos
logran traer a la gente si no los transportan gratis, les pagan
o les dan el
día franco a quienes trabajan, lo cual es otra forma de pago.
Inclusive el
armado de “recitales” con músicos pagos por el gobierno suele
utilizarse para
atraer a la multitud. Una
“contramarcha”
en esas condiciones es, claramente, un fracaso desde el vamos.
Esta fue la
razón principal del recule, no la de evitar enfrentamientos como
se dijo.
Si uno se detiene un minuto a
observar lo acontecido en los
últimos años, podrá ver que las únicas manifestaciones
espontáneas y masivas
fueron dos: aquella contra la inseguridad organizada por Juan
Carlos Blumberg,
y las de los ruralistas en contra de la resolución 125. En ambos
casos el
gobierno tuvo que conceder. En el segundo caso, el de los
ruralistas, los
insultos y descalificaciones también fueron volcados de una y
mil maneras, con
groserías incluidas, sobre una población inerme.
Queda bien claro dónde está el
proverbial talón de Aquiles de
estos gobernantes. No es posible confiar en la justicia, tampoco
en el respeto
de la ley o de la constitución si se hace un reclamo por lo que
fuere. No es
posible asegurarse contra nada. Pero sí es posible manifestarse,
con cacerolas
o sin ellas.
Hoy por hoy algunos temas que
estaban barajándose cada día
con más intensidad, como el de la reforma constitucional para
facilitar un
nuevo intento de reelección presidencial, han sido postergados.
El ridículo ataque a la gente ha
servido únicamente para
generar más bronca. De manera que un nuevo cacerolazo es
probable que junte más
gente que el anterior. Y eso, como queda dicho, a los políticos
les pone la
carne de gallina.
Hay que tener en cuenta, ya para
terminar, que en la
Argentina no existe una genuina oposición. Hay sectores más o
menos disidentes,
pero todo dentro del mismo marco, del mismo “modelo”.
Sólo cambiarán las cosas cuando la
gente desde las calles y
plazas diga basta. Y que quede bien en claro que ésta visión no
incluye los
llamados “escraches” en ninguna de sus modalidades. Marcar a una
persona por la
razón que fuere es una acción claramente antidemocrática que
tiene su origen y
razón de ser en los regímenes totalitarios. Acá entre nosotros
se inició desde
los sectores más recalcitrantes de la izquierda trotskista,
aunque también
tiene algunos antecedentes en los “jefes de manzana” que habían
empezado a
designarse en los últimos años del peronismo de los 50.
El elogio del cacerolazo como método
de protesta tiene su
razón de ser. El efecto que produce en quienes gobiernan es muy
evidente. Por
más que intenten disimularlo con insultos, diatribas y
prepotencias de diverso
calibre.
HÉCTOR BLAS TRILLO
Buenos Aires, 27
de setiembre de
2012
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