El Ágora
Hagamos un poco
de historia: la Argentina vivió económicamente cerrada al mundo
durante
muchísimos años con el argumento de que había que fomentar la
producción
nacional, dar empleo y crear las condiciones para el desarrollo
industrial.
Partiendo de esta base, los sucesivos gobiernos llevaron
adelante políticas con
la intención de promover determinadas actividades, con el
objetivo de alcanzar
una independencia
económica
considerada vital, dado que el aparato agrícola ganadero
aparecía desvirtuado
aquella recordada teoría del economista Raúl Prebisch: “ el deterioro en los
términos del
intercambio”. En otras palabras, parecía conveniente desarrollar
la industria
en tal o cual sector, para evitar tener que importar bienes de
capital o
incluso de consumo que cada vez nos costaban más toneladas de
trigo o de carne.
La idea de que los productos primarios perdían valor con
relación a las
manufacturas duró muchos años. Demasiados. Hasta que la realidad
demostró
que desde las
oleaginosas hasta el
petróleo pueden demoler cualquier fundamento teórico.
Con los años,
las iniciativas de “sustitución de importaciones” fueron muy variadas. Desde
fabricar
automóviles, hasta acero, aluminio, o papel para diarios. Todo
con apoyo del
Estado, es decir, con el producido de los impuestos que
paradójicamente provenían
de las rentas de la actividad agropecuaria.
Siempre nos
resultó forzado el argumento del deterioro en los términos del
intercambio,
especialmente porque la producción de determinados bienes, sean
éstos
industriales o agropecuarios, es absolutamente mutante. Los
bienes industriales
no son siempre los mismos, ni de igual calidad ni de similar
grado de avance
tecnológico. Y las materias primas no siempre se producen en la
misma
proporción, entre otras cosas por los avances que se producen en
la genética,
tanto agrícola como ganadera.
La Argentina
eligió el camino de intentar industrializarse siguiendo los
parámetros que cada
gobierno trazara en materia de prioridades: ora vehículos, ora
aviones, ora
acero, ora aluminio o lo que fuera. En algún momento hasta se
protegió
sobremanera la industria de las incipientes calculadoras de
bolsillo con el
objetivo de desarrollar en el país la industria de la
computación. Mientras el
sector verdaderamente rentable y eficiente de la economía debía
pagar por las
iniciativas surgidas de la frondosa imaginación de los
funcionarios, que por
las razones que fueren elegían qué cosa había que intentar
desarrollar.
Hace ya muchos
años, una ley de “compre nacional” dispuso entre otras cosas que
quienes
deseaban importan algún bien de capital debían consultar
primeramente a la
cámara del ramo correspondiente para ver si la industria
nacional disponía de
ese bien, o en caso de no ser así, si podría disponerlo dentro
de un plazo
determinado, que si no recordamos mal era de 6 meses. No
entraban en juego ni
la calidad ni el precio del bien en cuestión. Y al final tampoco
terminaba
siendo importante el plazo para la producción y entrega.
En materia de
los llamados servicios públicos, el cuadro era (y en buena
medida sigue
siéndolo) que el Estado debía prestar tales servicios sin
competencia alguna,
mediante la fijación de las tarifas basándose en cuestiones
vinculadas con un
cúmulo de razones por lo general arbitrarias y de ocasión, pero
prácticamente
nunca basándose en expectativas de rentabilidad o necesidades de
actualización
o reinversión para mantener la eficiencia y calidad el servicio.
De esta forma
se llegó a finales de los años 80 con un país en el que
prácticamente los
servicios que debía prestar el Estado porque se lo había
impuesto así, eran
absolutamente deficitarios y de pésima calidad. La telefonía, la
electricidad,
el agua corriente y el abastecimiento de combustibles sufrían
las consecuencias
de décadas de tarifas políticas y desinversión.
Muchos
recordarán la falta de electricidad en verano o los cortes de
luz programados.
También que hacían falta más de 30 años para conseguir una línea
telefónica que
funcionaba “por pulsos”. Y seguramente habrán tenido que hacer
largas colas
alguna vez para cargar nafta. O quizás dejado algún café sin
tomar por el gusto
a cloro del agua de red con que estaba hecho. Y ni qué hablar de
la imagen del
Microcentro lleno de generadores de electricidad y cruzadas sus
calles por
centenares de cables aéreos que tapaban el sol, muchos de ellos
servían para
compartir las escasísimas líneas telefónicas existentes.
La base del
prolongado deterioro de nuestro país tiene mucho que ver con lo
que acá someramente
revivimos.
La protección
industrial llevó a una industria subdesarrollada, cara y de mala
calidad.
Incapaz de competir a gran escala con el mundo. El sistema de
servicios
públicos directamente llegó al colapso por falta de
mantenimiento y de obras de
infraestructura, y solamente se mantuvieron en pie, aunque muy
deteriorados,
algunos ramales troncales del ferrocarril nacional, que
finalmente terminaron
de desmantelarse durante los años 90.
En general los
sucesivos gobiernos nunca aceptaron ni remotamente que las
causas del
prolongado deterioro de los servicios y la calidad de vida eran
producto de las
políticas llevadas adelante. En el medio, siempre aparecieron
todo tipo de
fantasmas vinculados a supuestas o incluso reales fuerzas del
mal que intentaban
beneficiarse a costa del pueblo argentino. Sin embargo, un
análisis
imparcial no puede dejar
de tomar en
cuenta todo esto que a manera de reseña venimos señalando.
Podemos discutir las
bondades de determinado tipo de proteccionismo en cuanto a su
duración, pautas
de recupero del costo incurrido, etc. Lo que es indiscutible es
la inviabilidad
de aplicar proteccionismo sine
die.
Cuando en los
años 90 se inició el proceso privatizador, el mismo fue aceptado
de manera
mayoritaria por las diversas fuerzas políticas, encabezadas por
el oficialismo
de filiación justicialista. Si bien hubo no pocas denunciadas
trapisondas en el
medio, lo cierto es que el apoyo fue bastante generalizado,
entre otras cosas
porque nadie tenía variantes para ofrecer para salir del atraso.
Al final del
gobierno radical, las reservas del Banco Central llegaban a tan
sólo 70
millones de dólares.
Cabe recordar,
por otra parte, que varias de las llamadas privatizaciones
fueron en realidad
concesiones, dado que los bienes no dejaron de ser del Estado
argentino. En
efecto, desde el petróleo hasta los vetustos ferrocarriles,
siguieron siendo
patrimonio nacional. Y lo son aún hoy. Tan sólo se otorgó en
concesión el gerenciamiento.
A fines de los
años 90 la llamada “convertibilidad”, que había funcionado como
verdadero corsé
antiinflacionario, estaba agotada. El agotamiento de un sistema
de conversión
monetaria está relacionado de manera directa con la comparación
relativa entre
la productividad el país versus tal productividad en el país de
la moneda de
referencia. Dicho de otro modo: si la moneda de referencia es el
dólar, es
obvio que el producido argentino debe ser muy similar al
producido
norteamericano. De lo contrario resulta insostenible mantener la
paridad
cambiaria, dado que si un dólar produce más bienes en EEUU que
en la Argentina,
la lógica indica que el precio del dólar debe subir en pesos, o
las
importaciones de bienes terminan reemplazando a la producción
nacional.
Mucho de eso es
lo que pasó en la Argentina. Por eso finalmente la llamada
“convertibilidad”
llegó a su fin y el resto es más o menos historia conocida.
La devaluación
llevó a la moneda norteamericana a 4 pesos en poco más de un
mes, y luego se
estabilizó algo por debajo de los 3 pesos durante bastante
tiempo. Así y todo,
el precio de la divisa era sostenido “alto” de manera
artificial, mediante el
recurso de emitir moneda para comprar los dólares que ingresaban
a gran escala
producto de la mejora relativa del precio de las commodities, que por otra parte daba
definitivamente por tierra con
aquella teoría del “deterioro en los términos del intercambio”.
El gobierno
nacional puso en práctica las llamadas “retenciones a las
exportaciones” (en
verdad el impuesto a las exportaciones) con el argumento de la
emergencia
económica luego de la crisis de 2001/2002. Hasta el cansancio se
reiteró que se
trataba de un impuesto distorsivo y que finalmente sería
revertido, lo que
nunca ocurrió hasta ahora.
La salida de la
llamada “convertibilidad” bajó el gasto público en dólares de
manera increíble,
prácticamente al 25% o 30% de lo que era, mientras al mismo
tiempo el Estado se
hacía de enormes diferencias producto de las “retenciones”
mencionadas y la
suba de los precios internacionales. El país se había convertido
en
superavitario producto del dólar alto, de las retenciones y de
los precios
internacionales de las commodities.
Para ser más claros: no era que de golpe nos volvimos eficientes
y poderosos,
no. Simplemente se había producido internacionalmente un cambio
de precios
relativos y adicionalmente el país recurría nuevamente a un artilugio monetario
(el del dólar alto)
para poder ser “competitivos”. Lo repetían los funcionarios una
y otra vez.
Decir que para
ser competitivos hay que poner un dólar alto equivale a decir
que con un dólar
a un precio de mercado no lo somos. Algo tan simple y obvio como
esto jamás fue
analizado en la Argentina de estos años.
Estaba bien
claro que no era que nos habíamos vuelto competitivos, sino que
nos habíamos
vuelto competitivos gracias al dólar alto. Gracias, entonces, a
un artilugio
monetario más. Artilugio que como sabemos se terminó hace rato y
hoy es inviable,
como antes terminó siendo inviable
la “convertibilidad”.
En todos estos
años de gobierno de los Kirchner, se avanzó en una política de
subsidios y de
sostenimiento de tarifas políticas con negación y adulteración
de la inflación.
Aquel superávit producto del dólar alto y de las retenciones se
gastó en el
pago de subsidios de todo tipo en lugar de reservarse para la
adquisición de
los dólares necesarios para el pago de la deuda externa. Así es
como luego se
recurrió al uso indebido de las reservas del Banco Central para
hacer frente a
los servicios de tal deuda. También se recurrió a la
confiscación de las AFJP,
de cuyo capital acumulado el gobierno nacional dispone hoy por
hoy como le dé
la real gana.
Por estas horas
está sobre el tapete el nuevo accidente ferroviario de Once y
todos somos
testigos del impresionante deterioro del sistema sufrido en los
últimos 25
años. Pero el deterioro empezó mucho antes, luego de la
estatización en los
años 40. Y tal deterioro también abarcó a los demás servicios,
hasta que en los
año 90 las concesiones y privatizaciones dieron un respiro. Esto
no es
políticamente correcto decirlo hoy en día, pero lo cierto es que
las
inversiones que se hicieron en la década del 90 en
infraestructura telefónica
(fibra óptica, redes troncales, telefonía pública y celular) ,
en oleoductos y
gasoductos, en tendido eléctrico y en mejoramiento del sistema
de aguas
corrientes fueron enormes. Por supuesto que las empresas que se
animaron a
invertir en estas latitudes, no iban a hacerlo pensando que esto
es Suiza, de manera que
todas ellas tomaron todos los
recaudos del caso para maximizar sus beneficios y recuperar lo
antes posible la
inversión que pudieran haber realizado. Y por más que apene
decirlo, lo cierto
es que tuvieron razón: cuando en 2002 se congelaron todos los
contratos y se
“pesificaron” los depósitos bancarios quedó en evidencia una
situación real
verdaderamente calamitosa.
En los últimos
años, el sostenimiento de tarifas, subsidios, asignaciones
universales y demás
fueron concebidos como políticas de Estado tendientes a terminar
con la
pobreza. Lo cierto es que para terminar con la pobreza lo que
hace falta es
atraer capitales, lograr inversiones y desarrollar de manera
genuina la
actividad económica. Los subsidios y las ayudas no son sino
paliativos, que si
se sostienen en el tiempo es porque el país no ha generado las
condiciones para
que se haga otra cosa. Esto para pensar bien y dejar de lado
suspicacias como
las del llamado ”clientelismo” político. Digamos que tal vez un
poco de cada
cosa. Y tengamos presente que la distribución de todo tipo de
subsidios y
asignaciones ha sido difundida una y mil veces como una suerte
de gesta
emancipadora en contra de la pobreza, cuando en realidad lo que
hace es mostrar
que cuando más necesidad de reparto de dinero hay, más instalada
está la
pobreza. Se nos ha presentado como éxito lo que en verdad es un
estrepitoso
fracaso.
Del mismo modo,
las políticas proteccionistas de las que hablábamos al
principio, resurgieron
como una suerte de reaseguro del fomento de “lo nacional”, sin
tomar siquiera
en cuenta la historia vivida, ni mucho menos analizar si fue la
libertad
económica relativa de los años 90, o tal libertad económica con
cambio fijo lo
que produjo el verdadero daño.
Porque hay que
ser bien claros: la libertad del comercio exterior requiere que
la variable
precio de la divisa fluctúe como fluctúa, por dar un ejemplo, el
precio de la
hacienda. A mayor demanda de bienes importados, mayor demanda de
dólares, mayor
precio de los dólares. Así se equilibra el precio de los bienes
importados
respecto de los nacionales. Porque lo que ocurrió entre nosotros
es que la
diferencia entre la productividad argentina versus la
productividad
norteamericana (dicho así para simplificar) se fue agrandando
con los años (la
primera bajaba con relación a la segunda), de manera que crecía
día a día la
demanda de dólares, que siempre eran vendidos a un peso,
contradiciendo
visiblemente la llamada ley de oferta y demanda.
Algo similar
ocurre en estos días, donde para importar, además de tener que
solicitar
inconstitucionales “permisos”, lo cierto es que se consiguen los
dólares $5,80 cuando su
valor de mercado es $ 10.
Tales “permisos” se otorgan con cuenta gotas y de manera
arbitraria, y además
son notoriamente insuficientes, porque el gobierno pretende
mantener así una
balanza comercial favorable, a costa de paralizar las
actividades que requieren
insumos importados.
Así es como hoy
en día todos sufrimos el atraso tecnológico nuevamente. No se
consiguen
repuestos de electrodomésticos, de automóviles y de lo que sea,
no funcionan
los celulares por falta de infraestructura adecuada, etc.
Precisamente
los dólares netos que se generan como consecuencia de las
restricciones a las
importaciones, se utilizan para importar combustibles y energía
eléctrica, por
cifras pavorosas que superan los 15.000 millones de dólares
cuando hace apenas
unos años contábamos con un superávit comercial en el rubro de
hasta 5.000
millones de dólares. Luego de la confiscación de YPF no parece
posible
conseguir las impresionantes cantidades de inversiones
requeridas para
desarrollar Vaca Muerta.
La
infraestructura vial no ha mejorado prácticamente nada. No hay
nuevas rutas, ni
mucho menos cadenas de autopistas. Además de importar miles de millones de dólares
de combustibles,
se mantiene latente una crisis energética que el gobierno negó
por años. Nos
quedamos sin trigo por las políticas basadas en argumentos
populistas sobre “la
mesa de los argentinos”, perdimos innumerables mercados cárnicos
(incluyendo el
incumplimiento de la cuota Hilton los últimos 4 años) luego del
increíble
ataque a la actividad que incluyó una incomprensible prohibición
de exportar
hasta los termoprocesados cárnicos; y
una larga cadena de etcéteras, mientras el cepo cambiario, como
la inflación,
siguen siendo negados de manera incomprensible.
Un capítulo
aparte merece Aerolíneas Argentinas, que poco a poco vuelve a
ser el monopolio
de otrora, cuando ninguna empresa podía establecer nuevas rutas
sin consultar a
la “línea de bandera” ni fijar tarifas más bajas que las de la
empresa estatal.
Las pérdidas
fastuosas son otra consecuencia. Aerolíneas, Aysa, Ferrocarriles
y demás sufren
estrepitosos déficits que ni siquiera sabemos a cuánto ascienden
porque no
publican sus balances.
Y en materia de
petróleo tenemos además la increíble confiscación que se hizo de
YPF,
quitándole a Repsol el dominio de la compañía de la noche a la
mañana sin indemnización
alguna y con argumentos no demostrados, basados en supuestos
vaciamientos que
no fueron otra cosa que el acuerdo
del
gobierno kirchnerista con el grupo Eskenazi y Repsol, aprobados
año tras año
por el propio gobierno y su ministro de planeamiento. Como se
recordará, Repsol
se vio obligado a vender el 25% del paquete accionario al grupo
Eskenazi a pagar contra
futuras utilidades de la
empresa, para lo cual se convino que se distribuyeran
anualmente las
utilidades totales entre los socios. De ese modo, el grupo
citado abonaría su
“compra”. Y finalmente se acusó a Repsol, entre otras cosas, de
“vaciamiento”,
precisamente por no reinvertir utilidades.
Con tantas idas
y venidas, con tantas
cuestiones turbias, con tanta inseguridad jurídica, fuimos
volviendo poco a
poco al “lo atamo´con alambre” de las décadas anteriores. Rellenamos los cartuchos de
tinta de las impresoras,
mandamos a hacer los
repuestos para el auto, traemos del Exterior lo que podemos en
materia
informática, tiramos microondas y lavarropas por falta de
repuestos y una
interminable cadena de etcéteras. Cruzamos a Uruguay para
comprar remedios y a
Chile para adquirir televisores y electrodomésticos en general.
Mientras el
deterioro sigue, desde el poder los funcionarios nos hablan de
la “década
ganada”. La inflación galopante, el cepo cambiario, las
increíbles dificultades
para iniciar cualquier actividad o las ridiculeces del
secretario de comercio,
que exige por ejemplo exportar a una empresa por el mismo valor
de lo que
quiere importar sin interesarse de lo que sea o cómo sea;
muestran una realidad
decadente y sombría.
Un
intervencionismo sin ton ni son. Los “aprietes” de los
funcionarios. Las
bravuconadas y los insultos. Y finalmente hasta la culpa de la
inflación, que
fue negada por años. Ahora son los empresarios que suben los
precios y no el
gobierno que emite moneda para cerrar sus cuentas. Es bueno
recordar, para
terminar, que en una economía de trueque la inflación es
inexistente. Y que el
único que fabrica moneda es el Estado. Tomemos nota de una buena
vez y para
siempre.
HÉCTOR BLAS TRILLO
Buenos Aires, 22
de octubre de
2013
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