Segunda
Opinión
Una vez más la Argentina ha entrado en la vorágine deficitaria que
conducirá inevitablemente a un ajuste de proporciones. Una vez más el
descontrol en la emisión de moneda traerá aparejadas enormes pérdidas de
capacidad adquisitiva de toda la población. Una vez más la droga del impuesto
inflacionario traerá angustia y desamparo a una población que se muestra inerme
ante la reiteración de las mismas causas que solamente habrán de producir las
mismas consecuencias.
No decimos nada nuevo si nos referimos al impresionante incremento del
gasto público producido en estos últimos años. Un gasto público que se ha ido
financiando primero con los recursos fiscales provenientes de la exportación de
productos primarios como la soja, con precios internacionales que
prácticamente cuadruplicaron o
quintuplicaron sus valores de finales del siglo XX; luego con el incremento de
la presión fiscal tanto nacional como provincial y municipal, más tarde con las
confiscaciones de los fondos de las AFJP o de YPF, en el medio la abolición de la autonomía del Banco
Central, y finalmente la emisión de moneda sin respaldo. Con todo, la presión tributaria impresionante
que hoy soportan los argentinos, se ha encaramado como la principal causa de la
debacle productiva a la que está sometido el país, sin remedio posible en las
actuales condiciones.
La no adecuación de los mínimos no imponibles en el impuesto a las
ganancias es apenas la punta del iceberg en materia de presión tributaria. A
ello se suma en ese impuesto el increíble retraso de más de 20 años en la
actualización de diversos valores deducibles, como por ejemplo los gastos de
sepelio; o la famosa escala del artículo 90 de la ley que permite la
progresividad de la tasa del impuesto para las personas físicas.
Pero ni remotamente es todo. El impuesto sobre los bienes personales, que
grava los activos de las personas ( y NO
sus patrimonios como tantísimas veces repiten los funcionarios), había sido
ideado con el pomposo nombre de impuesto a las manifestaciones conspicuas de
riqueza, nombre que fue cambiado finalmente. Hoy grava ACTIVOS por más de $
305.000, que equivalen, al cambio OFICIAL del denominado “contado con
liquidación”, a algo así como 24.000 dólares.
A esto se suma una maraña de regímenes de retenciones, percepciones,
anticipos y pagos a cuenta, muchas veces a través de cuentas bancarias sin el
consentimiento previo de los supuestos contribuyentes, tanto a nivel nacional
como de las provincias.
Las retenciones sobre las exportaciones, que habían nacido como un
“impuesto distorsivo” mientras durara la crisis, se quedaron para siempre, para
financiar un entramado de subsidios y planes de ayuda de diverso alcance que
llegan hoy, de una manera u otra, a la iinmensa mayoría de la población. De
modo directo o indirecto.
Y a todo esto, se suma una creciente inflación producto, como decimos, de
la emisión espuria de moneda; inflación que el gobierno pretende mantener a
raya con los absurdos controles de precios, que finalmente han derivado en un nuevo
proyecto de “ley de abastecimiento” que
institucionalice el modelo instaurado por el ex secretario de comercio
Guillermo Moreno.
Cálculos oficiosos estiman la presión tributaria en torno del 40%. Pero en
nuestro modo de ver es muchísimo mayor. Porque la presión tributaria se
mide normalmente como porcentaje del
PBI. Es decir, se toma lo recaudado, y no lo que se recaudaría si todo el mundo
pagara todos los impuestos. Además, no se computa el costo administrativo que
para empresas y particulares tiene la increíble maraña de regímenes de
retenciones, anticipos, percepciones, liquidaciones y obligaciones de
información a que están sometidos los contribuyentes. Y tampoco se toma en
cuenta el costo financiero de adelantar los impuestos, ni se estima lo recaudado
de más por pagos a cuenta indebidos, ni el costo administrativo de los reclamos
y presentaciones para intentar las devoluciones de los impuestos retenidos sin
causa.
La presión tributaria no solamente produce un deterioro en la capacidad de
compra de la población, produce además una enorme ineficiencia, una baja
productividad que impide que el país sea competitivo en el mundo, excepto en
aquellos bienes primarios cuyos precios se presentan sumamente atractivos y por
lo tanto permiten un rentabilidad que actualmente es clara y rápidamente
decreciente.
La Argentina gastomaníaca tiene una larga historia, y de ella ha sido
responsable toda la clase dirigente a nivel político durante muchos, demasiados
años.
En los años 50, cuando el oro que impedía caminar por los pasillos del
Banco Central, según dichos del propio general Perón, se terminó, el gobierno
de entonces recurrió también a la emisión espuria, que produjo una inflación
creciente que pretendió combatirse con aquella recordada campaña “contra el agio y la especulación” que
invitaba a la gente a “denunciar al comerciante deshonesto”. La historia
terminó con el pan negro, el desabastecimiento y el mercado negro.
En los años 60 la inflación siguió su curso, mientras las empresas públicas
estatizadas a fines de los años 40 perdían y perdían ingentes sumas de dinero,
el petróleo dormía bajo el suelo patrio luego de la anulación de los contratos
petroleros en 1963 y el proteccionismo intentaba generar una industria
nacional, por lo general tan carísima como ineficiente y poco competitiva en el
mundo.
Ya en los 70, es recordada la “inflación cero” del ministro de Perón José
Ber Gelbard, que terminó en el denominado “rodrigazo”. Y más tarde siguió el
régimen militar con la “tablita” cambiaria que pretendía mantener a raya la
inflación mediante el control del cambio, como también había ocurrido
anteriormente en varios tramos de los períodos citados. Hasta el estallido del
sistema en 1983 y la recordada frase del ministro Lorenzo Sigaut “el que
apuesta al dólar pierde”.
En los restantes 80, ya en
democracia, el gobierno de Alfonsín cambió el signo monetario por dos veces,
pergeñó diversos “planes” de estabilización, como el “austral” o el
“primavera”, cuyos resultados ni vale la pena detallar, hasta caer en la
hiperinflación que dio lugar al “plan bónex” por el cual se canjearon todos los
depósitos por títulos públicos a 10 años.
Luego, la llamada convertibilidad, un émulo corregido y aumentado de la
“tablita”, con el consiguiente desastre de 2001/2002, para recalar en esta
última etapa, que incluye al Dr. Duhalde y al matrimonio Kirchner, en la cual
se produjo la quita más extraordinaria de la historia mundial en materia de
deuda externa de un país, de acuerdo con las proporciones, se despilfarró el
inmenso superávit fiscal que tuvo lugar durante los primeros años y se llegó a
este declive inexorable en el cual el decurso de los acontecimientos y la
conducción de la economía muestran una caída final inevitable.
Muchas veces el hombre común se pregunta cómo es que la deuda externa
argentina ha crecido tanto, y en qué se ha invertido ese dinero.
Más allá de las acusaciones de ilegitimidad que deberían ser demostradas en
la Justicia; y más allá también de las asignaciones a determinados gobiernos
dictatoriales o constitucionales, la verdad es una sola: la Argentina se ha
endeudado a lo largo de muchos años porque ha debido financiar un gasto público
muy superior a los ingresos fiscales. Y esa financiación se ha consumado
mediante dos vías: la emisión sin respaldo, y el endeudamiento externo.
En los años 90, la deuda externa creció porque era necesario financiar sin
emisión el déficit fiscal que volvió a partir de 1994. En los años 80 la deuda
creció porque la emisión de moneda no alcanzaba, hasta que finalmente nadie ya
le prestaba dinero al país y se recurrió a la emisión hasta provocar la híper.
En los años 80, la “tablita” cambiaria, muy similar a la convertibilidad,
obligaba a abastecer de dólares al sistema, para atender la demanda, el “deme
dos” y los viajes al exterior de centenares de miles de argentinos que
aprovechaban el dólar barato, cosa que se repitió en los 90, y se REPITE HOY
MISMO.
Cuando en enero de este año el actual gobierno produjo a devaluación y el
Banco Central subió las tasas de interés, se detuvo el alza del dólar oficial,
que de tal modo se estabilizó en alrededor de $ 8.- por unidad. Así, los
personeros de la propaganda oficial salieron a decir que el gobierno le había
“torcido el brazo” al mercado. Esta frase, además de su inconsistencia, supone
que es posible mantener a raya la demanda de lo que sea porque así lo disponen
los funcionarios o los gobernantes. Pero, claro, en realidad, lo que detiene la
demanda es el precio. Y en este caso también el precio del dinero, o sea la
tasa de interés. No hay tal cosa como torceduras de brazos o de piernas. Sólo
hay una adecuación de valores a la realidad del mercado.
Se sabía entonces que estas medidas del Banco Central eran apenas un
respiro. Ganar tiempo y nada más. Que
había que hacer el odiado ajuste.
El gobierno arrancó una vez más con la quita de subsidios, que es apenas
una gota en el mar. Y ni siquiera la concluyó, mientras la presidenta creaba
más focos de gastos inútiles, como ciertas secretarías de Estado de dudosa o
nula utilidad y demagógicas moratorias previsionales.
Así, el “veranito” ha concluido. Y nuevamente los nubarrones de la realidad
están entre nosotros, con el dólar por encima de los $ 14.- y perspectivas de
una emisión creciente que acelerará la inflación y la debacle de la economía.
Sólo un dato para concluir: el presupuesto nacional para este año, preveía
una inflación del 9,9%, un crecimiento del PBI del 6,2%, y un tipo de cambio en
torno a lo s%$ 6,30 por dólar.
Sobre la inflación y el precio del dólar está todo dicho. Sobre el PBI, las
estimaciones más conservadoras indican que puede caer en torno del 2%. La
diferencia entre lo “estimado” (entre comillas, porque fue un verdadero
engendro voluntarista) y lo real, es de más de 8 puntos del PBI. Algo así como
50.000 millones de dólares de diferencia.
Una vez más la gastomanía de la clase dirigente política, nos lleva al
desastre. Con un 30% por lo menos de la población bajo la línea de pobreza. Y
con todos los demás datos negativos que todo el mundo conoce y reconoce,
incluso dentro del oficialismo. Sin olvidarnos, claro está, del increíble caso
del fallo del juez Griesa y la actitud argentina ante él, tema del cual nos ocuparemos en otra oportunidad
HÉCTOR
BLAS TRILLO
Buenos Aires, 31 de agosto de 2014
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