El Ágora
LA INFLACIÓN NUNCA DEJARÁ DE SER
UN FENÓMENO MONETARIO
En estos días de
recrudecimiento del proceso inflacionario, uno no se cansa de escuchar y leer
en todos o casi todos los medios las mismas argumentaciones que vienen
sosteniéndose desde el fondo de la historia: Los empresarios inescrupulosos,
los formadores de precios, la intermediación parasitaria, los abusadores de
siempre.
Así las cosas, el nuevo
gobierno ya ha anunciado una serie de medidas para intentar contener de manera
selectiva las subas en los precios. Ora mediante organismos de control de la
competencia, ora mediante sistemas de precios controlados (“cuidados”), ora
mediante posibles “acuerdos” o “pactos” con los principales proveedores y
comerciantes. Se anuncian posibles sanciones, se ataca a los distribuidores, y
se cae como siempre en el remanido discurso de cuánto se le paga al productor
de un bien y a qué precio llega a la góndola.
Estas y otras explicaciones por
el estilo personalmente yo vengo viviéndolas desde los años 50 en la Argentina.
Las “campañas contra el agio y la especulación”, la denuncia del “comerciante
deshonesto” , las listas de precios máximos y la más reciente e inconcebible
prohibición de exportar bienes para defender “la mesa de los argentinos”.
Es notable cómo en todo este
esquema de razonamiento no se tiene en cuenta que la contrapartida de los
bienes y servicios que se comercializan,
es la moneda. Y la moneda, como supongo que ya casi todos saben, no es otra
cosa que un pagaré que emite el gobierno basándose en la fiducia, en la
confianza. Ya no existe en el mundo el uso masivo de moneda de metal (oro,
plata, níquel o lo que fuera) cuyo valor intrínseco se refleje en ella. Sólo existe
papel moneda y en muchas partes del mundo (y cada vez más) ya ni eso. Sólo
transacciones mediante tarjetas de crédito, o débito, o transferencias
bancarias.
Uno puede entender que desde los
medios de comunicación personas desconocedoras del mecanismo de evolución de
los precios, razonen de manera tal que sólo enfoquen las consecuencias de la
inflación y no las causas. Lo que es inconcebible es que los gobiernos, los
políticos y los dirigentes y funcionarios del área en general no salgan a explicar debida y masivamente por
qué se produce la inflación.
Entre 1970 y 1991 hubo cuatro
cambios de signo monetario, de tal manera que la moneda argentina perdió 13
ceros en apenas 21 años. De tal forma un peso actual, vigente desde 1992,
equivale a 10.000.000.000.000 (diez billones, o diez millones de millones) de
pesos de 1969. ¿Puede alguien concebir en su sano juicio que semejante aquelarre monetario es culpa de
la “cadena de distribución”, de los “formadores de precios” o del almacenero de
la esquina? La pregunta se demuestra por el absurdo. Es imposible que los
precios se incrementen de semejante
forma en 21 años, a menos que exista un emisor de moneda que ponga en
circulación la cantidad de moneda necesaria.
La emisión de moneda sin respaldo
es, a la corta y a la larga, la única causa de la inflación, que suele ser
definida como “la suba generalizada de precios”. Dicho de otra forma: no es
posible que suban los precios de toda la economía de manera tan impresionante si
no existe la moneda necesaria para que puedan adquirirse los bienes y
servicios.
En general los gobiernos emiten
moneda porque de esa manera financian el déficit fiscal. Déficit que no es otra
cosa que el exceso de gasto público por encima de los recursos fiscales
(impuestos) recaudados.
Cuando hay déficit fiscal, éste se
cubre con emisión o con financiamiento (préstamos bancarios por ejemplo). El
financiamiento lo que hace es tirar la pelota para adelante, y si más adelante
no hay recursos genuinos para pagar ese financiamiento (recaudación
superavitaria), o se cae en “default” o se emite moneda.
En estos momentos no existen datos
certeros respecto del déficit fiscal, pero se calcula entre 7 y 10 puntos del
PBI (producto bruto interno). Esto es
algo así como 50 o 60.000 millones de dólares y estamos hablando a nivel
nacional, es decir sin contar los déficit de provincias y municipios. Existen
hoy por hoy provincias quebradas como Buenos Aires o Santa Cruz que solo pueden
recurrir a la Nación para financiarse. Y la Nación o emite, o se endeuda para
poder prestarles dinero. Es así de simple.
El reconocimiento que hizo el actual
gobierno al quitar el llamado cepo cambiario, significó que el dólar dejara su
valor casi simbólico de 9,50 pesos, para pasar a costar 14 pesos. Siendo el
dólar una mercancía más, lo que hizo el gobierno fue reconocer que el dólar no
valía lo que el anterior gobierno decía que valía, lo cual es obvio y no
requiere explicación adicional.
Y el gobierno anterior mantenía el
dólar oficial barato para reprimir la inflación, que es lo mismo que hicieron
ministros como Gelbard, Martínez de Hoz o Cavallo. La inflación reprimida
terminó siempre en un estallido cuando se “sincera” la economía. Mientras se
reprime la inflación, nadie exporta, nadie importa, nadie invierte, y cuando se
libera, aparece el estallido, llámese rodrigazo, “el que apuesta al dólar
pierde” o la salida de la convertibilidad.
Algo parecido, pero de menor
envergadura, es lo que está ocurriendo en estos días. Dólar atrasado, tarifas
atrasadas, falta de inversiones, granos en silobolsas esperando el momento para
ser vendidos y un verdadero parate en mercados como el inmobiliario, el
automotor o las economías regionales son la consecuencia de la represión de la
inflación, no del ataque a las causas.
Escucho en estas horas todo tipo de
comentarios, especialmente sobre el valor de la carne. No voy a entrar en
detalles aquí porque excede largamente el marco de este comentario. La carne
sube o baja según la oferta y la demanda, como lo hacen en general todos los
bienes y servicios. Las empresas suben
los precios, y si estos no son convalidados por el mercado, tienden a bajar.
Nunca al estadio anterior, porque la moneda pierde valor inevitablemente.
Pero no es solamente el déficit fiscal
la causa por la que los gobiernos emiten moneda espuria (sin respaldo). En los
primeros años del gobierno de Néstor Kirchner, su ministro Lavagna sostenía que
había que mantener un tipo de cambio “competitivo”. Eso significa en castellano
emitir moneda para comprar dólares a un valor superior al que podrían
comprarse. Esto vuelve a la economía más
competitiva internacionalmente, pero inyecta moneda al sistema que finalmente
termina volcándose a los precios. Hubo todo un proceso, aún vigente, de sacar
de circulación esos pesos adicionales, mediante la emisión de Letras del Banco
Central para que los bancos entreguen esos pesos a una tasa de interés que hoy
supera el 30% anual. Pero esas letras (conocidas como Lebacs) algún día
vencerán y deberán pagarse, lo mismo que sus intereses. Todo esto es un
artilugio monetario que termina como ya sabemos: un buen día las tasas trepan,
los pesos se emiten, los intereses en pesos se pagan, y la inflación sigue su
curso.
¿Qué ocurre a nivel de empresas,
comerciantes, lugares de veraneo o lo que sea? Que todo el mundo intenta
cubrirse de la mejor manera, obtener el mejor resultado. Vender al precio más
caro posible, porque nadie sabe qué pasará en pocos días o meses si el gobierno
no reduce el déficit y deja de emitir moneda. Tal vez muchos operen por
intuición y no por comprender el mecanismo del mercado. Pero cuando la moneda
no es sana (y nuestra moneda no lo es) nadie sabe exactamente cuál es su valor.
Por eso, más allá de las diferencias de barrios y costos (alquiler de locales,
impuestos inmobiliarios o lo que sea) los precios varían de una manera
alarmante de unos lugares a otros, especialmente cuando se trata de bienes que
no son de consumo cotidiano. ¿Cuánto vale un foco para un automóvil? ¿Cuánto
una docena de tornillos? Nadie tiene la menor idea.
Lo que finalmente quiero señalar con
todo este análisis, es que los controles de precios, la aplicación de multas,
los acuerdos “sectoriales” o lo que sea, no sirven para corregir el problema
inflacionario. Simplemente porque no lo atacan. Sólo atacan las consecuencias,
lo cual constituye una verdadero sofisma.
Buenos Aires, 9 de febrero de 2016 HÉCTOR BLAS TRILLO
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